E n su epístola a los riojanos, el secretario de Estado de Transportes, el apóstol Santano, hacía votos muy sinceros por la «descarbonización» y el ... impulso de la movilidad sostenible un párrafo antes de negarnos sin miramientos otro tren por Calahorra. Mucha gente ha puesto el grito en el cielo. Yo mismo llegué a sospechar que los de Adif habían dejado el expediente correspondiente a La Rioja en la mesa de Jéssica, lo que explicaría el olvido en el que hemos caído. En ese caso yo lo hubiera dado por bien empleado. ¡Todo sea por el romanticismo y los horarios flexibles!

Luego pensé que no había razón para ponerse tan bravos. Los riojanos no sabemos la suerte que tenemos. La gente normal y un poco triste –los de Zaragoza, los de Valladolid– van a Madrid de un tirón, sin ver el paisaje, aburridos y veloces como estorninos. Eso ni es viajar ni es nada. No les da ni para ver medio capítulo de una serie normalita y para colmo tienen a su disposición vagones-cafetería en los que tomarse un donut de chocolate a precios de DiverXo. Quizá lleguen a Madrid prontito –eso hay que concedérselo–, pero se han perdido la contemplación extática de la meseta castellana, esos abismos del alma que tan agudamente retrató Antonio Machado.

Los riojanos, en cambio, sabemos que viajar en ferrocarril es una aventura morosa y delicada, muy poética. Ahora Puente acaba de ponernos un tren bonito de verdad, por el que los espíritus sensibles debemos estarle muy agradecido. Para llegar a Logroño hay que pasar antes por Segovia, Valladolid, Burgos, Miranda. ¡Ciudades magníficas, hermosos campos de cereal, minutos que se van alargando como en una película iraní! Leo que el primer viaje duró cinco horas. Pocas me parecen. Tengamos en cuenta que, antes de salir, el maquinista habrá tenido primero que situar Logroño en el mapa, una operación en absoluto sencilla para un trabajador de Renfe, para quien La Rioja debe ser una tierra mítica y peligrosa, algo así como el triángulo de las Bermudas o el mar de los Sargazos. Me lo imagino marchando entre Haro y Fuenmayor, por aquellas vías estrechísimas que serpentean junto al Ebro, a veinte kilómetros por hora, creyéndose que acaba de volver al siglo XIX y temiendo quizá el asalto de una cuadrilla de bandoleros carlistas.

Hay que disfrutar los viajes a Madrid, lentos y descarbonizados. Siempre tendremos a los yupis aguafiestas que exijan más conexiones y más rápidas, como las que disfrutan los de Zaragoza, los de Valladolid y casi todos los demás ciudadanos españoles, pero yo agradezco al Ministerio que defienda nuestra idiosincrasia insular y nuestras auténticas señas de identidad. De hecho, en lugar de traernos los Talgo S-107, que corren por encima de nuestras posibilidades y encajarían mucho mejor en Cataluña, propongo que el ministro Puente ponga a nuestra disposición una amable flota de burritos, con sus mantitas y sus alforjas, que nos permitan subir fatigosamente Piqueras y llegar sin prisas a la Castellana. Entraríamos a Madrid arrojando caramelos a los niños mientras sus padres les susurran al oído:

– Mira, un riojano. ¡Son tan pintorescos!

Pío García: Crónicas venenosas: A Madrid hay que ir en burro | La Rioja


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