La mutación del orden mundial está revelando algunas ideas progresistas o liberales del mundo de ayer. Son ideas ingenuas o, directamente, malas. Hacerlas emerger quizás pueda ayudar a encarar mejor lo que sea que esté por venir.

Cómo no defender el modelo europeo. Cada vez que hay turbulencias serias en el orden internacional, emerge algo que me atrevo a llamar nacionalismo europeo. El mecanismo funciona más o menos así. J.D. Vance, por ejemplo, dice que Europa está obsoleta, que es decadente o alguna otra cosa similar. Salen entonces en tromba comentaristas y políticos a decir que se sienten orgullosamente europeos o que nadie como Europa representa la verdadera civilización. No es la más peligrosa de las manifestaciones del eurocentrismo, pero sí, probablemente, la más patética. En lugar de reivindicar las virtudes políticas del modelo europeo se reivindican las virtudes europeas del modelo político. Las alocuciones defensivas de parte de la intelligentsia europea empiezan con un “Como europeos, tal y cual”. Pues no. No es “como europeos” que debemos responder: lo contrario del nacionalismo trumpiano no es el nacionalismo europeo. Hoy, como siempre, lo contrario del nacionalismo es el anti-nacionalismo. Y el (mal) llamado modelo europeo debe ser defendido desde la solidaridad entre los pueblos del mundo, no desde la identidad europea.

El papel de las reglas. La alianza entre progresistas gringos y el resto de progresistas está distorsionada por la distinta función que le asignan a las reglas unos y otros. Los progresistas que no son gringos ven en el sistema de reglas una manera justa de ordenar horizontalmente el mundo; los progresistas gringos ven en aquel una manera justa de ordenar verticalmente el mundo, es decir, una manera justa de alcanzar y preservar la hegemonía mundial. Lo que irrita al liberalismo progresista gringo no es solo que China aspire a ser la primera potencia, sino que lo consiga vulnerando las reglas del juego (democracia representativa, derechos fundamentales, derechos laborales, respeto consistente a la OMC, etc.). Hasta que no dejen de entender el mundo jerárquicamente, no podrá decirse que los progresistas gringos y el resto son genuinos aliados en el noble proyecto de ordenar el mundo mediante reglas.

Menos histrionismo no es menos imperialismo. En The Long Game, Rush Doshi —uno de los arquitectos de la Administración de Biden en las relaciones con China—, reconstruye una de esas discusiones filosóficas orientales que tanto fascinan a los occidentales. Se trata de cómo interpretar una frase —casi un proverbio— repetidamente citada por los grandes líderes políticos contemporáneos chinos: “Esconde tus fortalezas y aguarda tu momento” (Tao Guang Yang Hui). La discusión, por una vez, no emerge solo cuando alza el vuelo el ocioso búho de Minerva. Desentrañarla es descubrir cuál es el verdadero plan de China en el orden global. Están quienes creen que es prácticamente un ideal de vida y que “aguarda tu momento” es un estado vital perpetuo. Traducido en términos políticos: China no aspira a desplazar a Estados Unidos como primera potencia mundial. Aspira, sin exhibicionismos, a un mayor bienestar progresivo, pero no quiere dominar el mundo. Luego están quienes, como el autor del libro, creen que debe ser entendida no ya como una filosofía abstracta de vida política, sino como un consejo práctico concreto: hay que disimular el alcance real de las propias fuerzas y negar toda ambición máxima para asestar, dadas las circunstancias idóneas, el golpe definitivo. Traducción política: China lleva décadas preparándose para el cetro mundial, pero negando la mayor. Hasta ahora. Vio en el crash de 2008, en la elección de Trump en 2016, en la gestión de la pandemia en 2020 y en la segunda elección de Trump en 2024 una cadena de acontecimientos que anunciaban el declive estadounidense. Ya no hay que aguardar el momento. Pero, ¿deberíamos celebrar la eventual caída del imperio gringo? Desde luego, la discreción y sabiduría políticas que se intuyen en quienes repiten “esconde tus fortalezas y aguarda tu momento” contrasta con el espectáculo histriónico de destrucción, abuso y chulería de Trump (y de algunos de sus predecesores). Pero, si Doshi tiene razón, Xi Jinping sólo estaría construyendo un imperio comparativamente menos histriónico. No es precisamente una ganancia decisiva, sobre todo si China quisiera exportar todo su modelo y no sólo sus sabios proverbios. En todo caso, verse en el brete de tener que elegir entre imperios es lo realmente trágico.

Ni el capitalismo industrial es de pobres, ni el capitalismo financiero o cognitivo es de ricos. En una entrevista reciente, el influyente periodista Thomas Friedman —adalid del liberalismo progresista gringo— decía, ante la promesa trumpiana de reindustrializar Estados Unidos, que él no quería que la prole estadounidense fabricara coches, sino que los diseñara. Es un ejemplo perfecto de lo que yo llamo “el fetiche del desclasado”. Bajo su influjo, se da por hecho que el trabajo cognitivo es más digno que el trabajo manual. Ascender en la pirámide social es pasar de este a aquel. Pero no hay nada progresista en pasar del capitalismo industrial al capitalismo financiero o cognitivo. Y la razón es bastante obvia: en este imaginario, siempre se necesita que haya personas radicalmente desaventajadas porque serán estas las que hagan el trabajo manual (la inteligencia artificial eliminará muchos trabajos manuales, sí, pero no eliminará el trabajo manual consistente en ensamblar los robots y máquinas que “encarnen” la inteligencia artificial). Transferir sistemáticamente el trabajo manual al siguiente más pobre en la cadena social o global es concebir el mundo como una cadena trófica. No veo cómo un progresista podría aceptar tal cosa. Hay que impugnar el fetiche del desclasado. Y una manera de empezar a hacerlo pasa por crear una cultura política en que esté justificada la reducción de las desigualdades salariales entre trabajo cognitivo y trabajo manual. Esto implicaría que las diferencias remunerativas por el trabajo cualificado y el no cualificado deberían ser mucho menores de lo que solemos creer. Y es que uno puede creer que el mérito existe sin creer en la meritocracia. De haber impugnado el fetiche del desclasado antes de que se impusiera el consenso de Washington, la deslocalización de fábricas y la explotación de trabajadores en los países del llamado Sur Global habrían encontrado, tal vez, más oposición.

Atacar puntos fuertes, no débiles, de tu rival. Michael Ignatieff sacó de su fallida experiencia política en Canadá esta lección: no hay que atacar los puntos débiles de tu adversario porque se revelarán solos. Atacarlos sería invertir un tiempo precioso que debería ocuparse en otros menesteres, estos sí necesarios. Hay que atacar los puntos fuertes de tu adversario porque, a diferencia de los puntos débiles, no lo perjudicarán a menos que los mostremos. Los liberales progresistas invierten una cantidad descomunal de tiempo en criticar la política aranceleria de Trump. Pero esta se reveló desde el primer momento como algo autolesivo. Es uno de sus puntos débiles. Hay que atacar sus puntos fuertes. Y uno de ellos es que, por extraños vericuetos, Trump intuyó que el fetiche del desclasado ya no gozaba del prestigio de antaño. Y lo transformó en resentimiento nacionalista. Es necesario crear una cultura política progresista que impugne el fetiche del desclasado sin apelar a la nostalgia. En esto podría consistir atacar un punto de fuerte de Trump. Y lo que vale contra Trump, vale contra sus imitadores en el resto del mundo.

Pau Luque es investigador en la Universidad Nacional Autónoma de México. Su último libro es Ñu. Un problema para cada solución (Anagrama).

Ideas progresistas del mundo de ayer que no sirven para el mundo de mañana | Opinión | EL PAÍS


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