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En los países cuyos políticos se presentan como víctimas de las crisis un día puede haber un corte de luz generalizado; otro, un caos ferroviario, pero el poder acaba escabulléndose, culpando a sus enemigos potenciales. Tuiteó el ministro Óscar Puente: “Si alguien pensó que el apagón torcería el brazo al Gobierno, alguien se equivocó mucho”. En esas mismas democracias es muy probable que los servicios públicos acaben a la larga cada vez más deteriorados.
Es el caso de España. La Moncloa ha levantado suspicacias al asegurar que tocará esperar para saber las causas del gran apagón. Mientras tanto, tampoco piensa impulsar una reflexión sobre las inversiones y las medidas necesarias para acompañar la transición ecológica. ¿Cómo alabar la rapidez del Ejecutivo en vez de preguntarle insistentemente qué garantías tiene de que no vuelva a pasar mañana? Que un suceso de esa envergadura no tenga consecuencias habla del blindaje de nuestras élites gobernantes: los altos salarios también deberían conllevar mayor capacidad de depurar responsabilidades.
Luego, llegó el incidente ferroviario. A los pocos minutos de que Puente hablara de “grave sabotaje”, ya había usuarios en las redes sociales que culpaban a la oposición, sin aportar pruebas. La realidad es que no hace falta que se roben unos cables para asumir que el servicio de Rodalies en Cataluña acumuló la friolera de más de 10.000 incidencias en 2024, o para haber notado un deterioro en la puntualidad de la alta velocidad en los últimos años. Sea como sea, la polarización también va de lograr que los ciudadanos acaben defendiendo a toda costa a quienes votaron antes que asumir que sus líderes puedan equivocarse en algo. Lo dice un meme popular en Internet: “No hay luz, pero al menos no gobierna la derecha”.
En España hay servicios esenciales que no están funcionando como desearía el usuario medio; en algunos casos, es de manera puntual, en otros, más continuada, pero el juego politiquero maquilla la frustración de los ciudadanos. La antipolítica también significa llegar a la conclusión de que hoy en España una explicación se percibe como una derrota del propio programa, y una dimisión, como munición para el adversario. La democracia se acaba volviendo entonces un acto de melancolía, o peor, un secuestro emocional colectivo.
Lo que esperamos de los políticos también lo es por comparación con lo que vemos en sus rivales. Con qué cara puede la oposición tratar de fiscalizar de forma creíble al Gobierno en la gestión de los servicios públicos cuando Carlos Mazón aún sigue en el cargo, mientras la investigación judicial deja entrever los vacíos de gestión de la Generalitat valenciana el día de la tragedia de la dana.
Sin embargo, existen indicios para pensar que los problemas que sufre la red ferroviaria van más allá del Ejecutivo de turno o de los anteriores. El mantenimiento de la alta velocidad tiene un coste muy elevado —el Ministerio sostiene que acaba de concluir la renovación de la línea entre Madrid y Sevilla, con un coste de 700 millones de euros—, algo que condiciona la inversión en las líneas regionales, de media y larga distancia, y en Cercanías; esas que el ciudadano padece de forma más cotidiana.
Con todo, resultaría cínico creer que todos los políticos son iguales, o que todas las tragedias tienen las mismas implicaciones, pero el método con que nuestra política elude responsabilidades es cada vez más parecido. PP y PSOE son expertos en el “y tú más”, de forma que el ciudadano acaba prefiriendo un buen cara a cara a una explicación convincente. Los partidos que les apoyan tampoco están por fiscalizar nada. Vox no tiene problema alguno en sostener a Mazón porque le conviene una figura desgastada ante la opinión pública para seguir creciendo, y los socios de Pedro Sánchez no le pondrán contra las cuerdas en ningún asunto de gestión pública porque tienen pánico a que gobierne la ultraderecha. El fracaso de la nueva política viene también por la percepción de que el interés general no figura entre sus planes.
En consecuencia, que nadie se eche las manos a la cabeza si algunos jóvenes, y no tan jóvenes, desconfían de los mecanismos de rendición de cuentas en nuestra democracia. La tecnocracia es lo que la gente desea cuando llega a la conclusión de que las ideologías se han vuelto una coartada para ciertos políticos con afán de permanecer en sus sillones, o que la gestión es ineficiente porque está politizada. Claro está que los técnicos tampoco son un ente neutral ni apolítico, como a veces se pretende. Pero el problema nunca puede ser que la ciudadanía exija explicaciones, por mucho que algunos quieran señalarla. Antipolítica es buscar eventuales enemigos antes que posibles causas, haber vuelto a la sensación de permanencia de la que gozaba el bipartidismo previo a 2015, o que 14 años después del 15-M dimitir siga siendo tan raro. O, peor aún, que haya ciudadanos dispuestos a resignarse solo para que algún día no gobiernen los del otro bando.