Uno de los personajes de La verdad sobre el caso Savolta (Seix Barral) dice que Barcelona es la ciudad del mundo donde se cometen diariamente más pecados. “¿Ha visto usted las calles?”, le pregunta al desconocido que le acaba de invitar a un trago en una taberna. “Son los pasillos del infierno”, le explica. Tuvieron que serlo, si se le hace caso, entre 1917 y 1919, los años en los que se desarrolla la novela de Eduardo Mendoza, que se publicó el 23 de abril de 1975. Pero tampoco hay que fiarse mucho; el tabernero se acababa de referir al pobre diablo que habla en esos términos como un pájaro que es “pura carroña”. Tiene un punto de zumbado, de eso no hay ninguna duda.

Ahora que de casi todo hace 50 años. Mendoza trajo con aquella novela un vendaval de aire fresco a la España de la dictadura. Franco se iba a morir unos meses más tarde, pero el tono de aquel libro y su espíritu repleto de humor y su desparpajo revelaban que para buena parte de la sociedad española de entonces ya era un cadáver que anunciaba el final de una época sombría. Aquella remota Barcelona de los pecados resultaba perfectamente concebible: una ciudad real, viva, vibrante, con sombras y brillos, abierta. Contarla servía para mostrar que en los años setenta se estaban agrietando ya las paredes que el nacionalcatolicismo había construido para contener la explosiva variedad del mundo. Mendoza hablaba de lo que ocurría a finales de la segunda década del siglo XX y lo que mostraba era una realidad con tantas aristas que no cabía en ese molde que el régimen levantó para separar a los elegidos de una chusma amordazada por la represión.

En la Barcelona de 1919 los conflictos estallaban por todas partes. Había fábricas que cerraban, paro, inmigrantes con sus hatillos, niños flacuchos y prostitutas, atentados y huelgas, caballeros elegantes en coches sofisticados, fiestas y boato, intrigas políticas, abogados con pobres sueños de grandeza, maleantes y señoritos y matones, feroces anarquistas y sindicatos peleones, señoritas que vestían a la moda y gitanas que se ganaban la vida como podían, lujo y miseria, tipos iluminados. No existía un mundo de buenos y malos, como establecieron Franco y los suyos, la cosa era más complicada.

Mendoza solo pretendió en La verdad sobre el caso Savolta contar un montón de historias. Se sirvió de procedimientos de la novela histórica, tiró de tramas propias de los folletines de intriga, ensayó con los formatos del artículo de periódico o del informe jurídico, y tuvo que divertirse tanto que resultó contagioso: los lectores también se divirtieron. Estaban quizá un poco hartos de la solemnidad de los santones que pretendían descubrir el misterio insondable de la condición humana, o aburridos de las experimentaciones vanguardistas, o cansados de aquellos novelones que denunciaban la cruel condición de los desheredados con el vano objetivo de redimirlos de su postración. Fue una bendición, una alegría, poder sintonizar con la mirada de Mendoza, distante e irónica, llena de ternura por esas criaturas que se movían en un ambiente desquiciado y caótico. Nada más que pecadores por los pasillos del infierno, fueran ricos o pobres, oficinistas o asesinos. “Los actos desesperados y las diversas formas y grados de suicidio son patrimonio de los jóvenes tristes”, se dice a sí mismo uno de los personajes tras dar un giro rotundo a su vida. No era el caso. Era hora de que llegara la democracia, porque solo ahí hay sitio para todos y no solo para los unos y los otros.

Mendoza metido en el barullo | Opinión | EL PAÍS


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