Soy incapaz de saber si de la pandemia de covid salimos mejores o peores. De hecho, no sé cómo se mide eso. De lo que parece no haber duda, a juzgar por las reacciones que ha ocasionado el apagón, es que no aprendimos las lecciones fundamentales.
La primera, especialmente olvidada en estos tiempos, es que el riesgo cero no existe. Pese a que Ulrich Beck advirtió ya en los noventa de que la modernización llevaba aparejada una serie de riesgos intrínsecos, se nos olvida continuamente. Una consulta al último informe de Seguridad Nacional publicado, de 2023, muestra una lista de 16 grandes grupos de riesgos que van desde el terrorismo hasta la vulnerabilidad espacial, pasando, por supuesto, por los efectos de la crisis climática. En el listado se incluyen tanto la aparición de pandemias como la vulnerabilidad energética. Sin embargo, en su materialización más extrema —una pandemia como la covid o un apagón como el del 28 de abril— tienen una probabilidad de ocurrir enormemente baja, motivo por el que están fuera de la agenda política y de la conversación pública. Se genera así el espejismo de que esas posibles crisis no existen, y se olvida que, por muy baja que sea la probabilidad, el riesgo cero es una quimera. Parece necesario incorporar estos debates a la conversación pública sin demagogia y con rigor preguntándonos, para empezar, cuántos riesgos estamos dispuestos a asumir, en qué grado y a qué coste.
Establecidos estos criterios, debemos examinar, como hicimos en la pandemia, qué actitud adoptamos. Aturdidos por la velocidad de los tiempos, por la complejidad creciente de todo lo que nos rodea y por una revolución tecnológica que se nos escapa, solemos ponernos en “modo usuario” en el día a día. Nos limitamos a utilizar instrumentos cuyo funcionamiento desconocemos por completo. “¡Si apenas se consigue entender la factura de la electricidad!”, recordaban hace unos días unos colegas. La complejidad y opacidad de muchos de los elementos estratégicos que configuran nuestra forma de vida dificulta sobremanera que se puedan entender sus claves y, por tanto, que se reaccione de una forma cabal ante un acontecimiento que, pese a su baja probabilidad, acaba ocurriendo. Ni quienes deben explicarlo ni quienes tienen que entenderlo se activan para ello. Como resultado, la ciudadanía adopta un “modo usuario”.
En este contexto se experimenta una notable dificultad al tratar tanto de entender como de explicar cómo funciona el sistema eléctrico, por qué las renovables no solo no son ningún problema sino que están formando parte de la solución, y por qué la nuclear no ayudó a evitar el colapso ni a su recuperación. El mix energético del momento del apagón era muy similar al de otras ocasiones, por lo que difícilmente será este el único motivo, si es que ha tenido algo que ver. Pese a todo, queremos conocer todas las explicaciones de forma inmediata. Olvidamos que, al igual que pasó con la covid, conocer con precisión qué falló en la red eléctrica y por qué lo hizo requiere de un análisis minucioso de un conjunto ingente de datos que no son públicos, sino que están en manos de las empresas que operan en el conjunto del sistema eléctrico. Si este debería ser más público de lo que es, es un debate más que pertinente que tendrá que venir después, pero para entender lo ocurrido necesitamos disponer de los datos y de su análisis experto. No nos podemos permitir, en algo tan estratégico, el no saber. No saber en el sentido de no entender como sociedad. Pero aún más importante, no saber porque la información no es pública. Si las redes son estratégicas, deben existir mecanismos para que nuestros representantes, estatales, autonómicos y locales, conozcan los datos fundamentales, sin menoscabo de la seguridad.
Puede resultar paradójico, pero la misma tecnología que nos introduce en la sociedad de la inmediatez genera riesgos que necesitan tiempo para ser entendidos, analizados y gestionados. La complejidad y la falta de claridad y de transparencia impiden que la ciudadanía tenga lo que se denomina el “conocimiento de intercambio”, es decir, el mínimo conocimiento que, sin necesidad de ser experto, te permite entender a los que sí lo son y formarte un criterio propio. Para ello son imprescindibles, al menos, tres elementos: una divulgación de calidad que no todas las personas expertas están preparadas para hacer, la disposición de la sociedad a entender aquello que es ajeno a su formación y unos medios de comunicación que den voz a quienes tengan tanto el conocimiento como la capacidad comunicativa.
De no hacerse así, se crea el caldo de cultivo perfecto para la desinformación y los bulos. En unos casos retorciendo la realidad para que case con el paradigma de cada cual, en otros reforzando a la tribu aunque eso signifique hacer gala de un manifiesto desconocimiento, y por supuesto, en la gran mayoría de los casos, aprovechando para defender intereses propios sin reconocerlo. Solo así se puede entender la ofensiva nuclear lanzada aprovechando un suceso que nada tiene que ver con la misma. A río revuelto… ¡nucleares! Si hay quien considera que los debates sobre, la nuclear, las renovables o el mix energético debe ser reabierto, hágase; pero con la seriedad y el rigor propio de una sociedad democrática, no por la puerta de atrás aprovechando un apagón.
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