Actos de fe y estupor continuo: el estado natural de los nuevos EEUU


The article analyzes the political and economic climate in the US under Trump's second term, highlighting the contrasting reactions of Americans to his protectionist policies and the resulting sense of unreality and shock.
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"A veces la mejor estrategia en una negociación es convencer al otro bando de que estás loco", tuiteó Bill Ackman, uno de los muchos inversores neoyorquinos riquísimos que respaldaron Donald Trump en 2024. Mientras Ackman escribía su tuit, la Bolsa más importante del mundo estaba camino de perder tres billones (trillions) de dólares en una sola sesión. Ron Filipkowski, editor del portal Meidas Touch, respondió a Ackman. "Este es el punto en el que están los defensores de Trump".

Estados Unidos es ahora mismo un laboratorio de sesgos cognitivos. Sobre todo a la derecha, porque a la izquierda nadie ha tenido que ajustar sus prejuicios: se odia a Trump y se odia lo que haga. Punto. Es a la derecha donde Bill Ackman, promotor del libre comercio y defensor del sobrio pragmatismo económico de Trump, sugiere que Trump está loco, pero que, a lo mejor, ¿está fingiendo estar loco? Ackman recomienda leer The Art the Deal, como si Donald Trump no llevara cuarenta años pregonando los aranceles como solución económica para casi todo.

“¿Sabéis qué? No me importa mi 401(k)”, decía, durante la sangría de la Bolsa, la presentadora de Fox News y exmagistrada Jeanine Pirro, en referencia al plan de pensiones privado que tienen muchos americanos y que está ligado a la cotización bursátil. “No digo que no sea importante, o que no esté en un punto de mi vida en el que debería de estar preocupada por mí 401(k), porque lo estoy, pero esto es lo que creo: creo en este hombre. Y creo en lo que nos va a traer un billón de dólares”.

Opinión

Si Ackman nos dice que Trump está loco, lo que Pirro y muchos otros representantes del trumpismo mediático están expresando es un acto de fe: un acto de fe en que los aranceles generalizados no van a encarecer miles de productos en EEUU; en que las empresas americanas fabricarán muchos de esos productos, igual de bien y a precio razonable; en que los socios comerciales se tragarán su orgullo, confiarán en Trump y no responderán, y, no solo eso, sino que invertirán en Ohio y Michigan y mudarán allí sus fábricas. Un acto de fe, en resumen, en que Trump y su entorno tienen razón, a contracorriente del consenso económico desde la Segunda Guerra Mundial.

La Administración justifica esta política con la palabra “desintoxicación”, como si Estados Unidos fuera un adicto a las importaciones baratas que tuviera que desengancharse y pasar por el mono antes de ponerse bien. “Es algo esperable, dado que este paciente estaba muy enfermo”, dijo Donald Trump acerca de la economía estadounidense, para añadir poco después que los aranceles eran la cura.

En la calle, los estadounidenses de a pie transitan por el mismo terreno. Los votantes progresistas, todavía sumidos en la impotencia y la desmoralización, dibujan una mueca de sorna en sus caras y dicen: “A disfrutar lo votado”. Porque más del 70% de los estadounidenses, como refleja una encuesta de CBS News, cree que los aranceles elevarán los precios, y el optimismo económico de la elección de Trump ha desaparecido. Los conservadores lidian, cada uno a su manera, con estos sentimientos. Están los del acto de fe, los que critican, los que realmente confían en el proteccionismo y los que se han arrepentido públicamente de votar a Trump.

Parte de la explicación es que las últimas elecciones se produjeron a la sombra de un poderoso sesgo cognitivo: el sesgo de la primera Administración Trump. Mucha gente se aferraba a un razonamiento simple, de navaja de Occam: “Trump ya ha sido presidente y no nos fue tan mal”. Correcto. Su primer mandato se dio en un contexto económico favorable, que Trump aprovechó para implementar un ambicioso recorte fiscal. Consecuencia: los indicadores, que ya eran positivos, mejoraron aún más. Del trabajador común al gran empresario, ¿quién podía quejarse? Si sumamos la inflación y el pesimismo del mandato de Joe Biden, no resulta difícil imaginar por qué ganó Trump las elecciones: para que volviera el periodo de 2017-2021.

La única salvedad es que la campaña de Trump nos telegrafió continuamente que no, que esta vez sería distinto. Solo había que prestar atención. Ocho meses antes de las elecciones ya sabíamos que, esta vez, en lugar de tener que apoyarse en republicanos del establishment, Trump gobernaría acompañado de personas leales que cumplirían sus órdenes sin rechistar; sabíamos que think tanks ultraconservadores le habían hecho una agenda claramente ideológica; sabíamos que Trump tendría la experiencia de su primer mandato, la experiencia de estar cuatro años planeando, y el instinto vengativo provocado por sus juicios.

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Ahora lo que casi todos los estadounidenses, a izquierda y a derecha, sí que tienen en común, es una sensación de irrealidad. El marco de la política tradicional no sirve para comprender lo que está sucediendo en Estados Unidos: es como si uno se estudiara las reglas del fútbol español para ver un partido de béisbol en el Yankee Stadium. Llegaría al estadio y vería que el número de jugadores es distinto, que la pelota es dura y más pequeña, que habría bates, guantes y gorras de visera, muchas pausas, otras prioridades, otras estrategias. No se enteraría de nada.

Lo que ven cada día en los medios y en las redes sociales cuestiona todo lo que los estadounidenses sabían de política. Estaban acostumbrados a vivir en el marco de la política tradicional, con sus aburridas líneas rojas y reglas del decoro, con candidatos que reconocen cuando han perdido, con un apego más o menos habitual a la realidad comprobable, con medidas que pueden ser buenas o malas, pero que no intentan destruir 80 años de historia y reconfigurar de golpe la arquitectura global.

Esto es justo lo que está pasando ahora: que los estadounidenses están destruyendo a marchas forzadas el orden mundial que ellos mismos habían forjado. Que el presidente de EEUU ha amenazado repetidas veces con anexionarse Groenlandia, sin descartar la fuerza militar y ha dicho que puede destruir Canadá “con un trazo de su bolígrafo”. El Congreso ya no cuenta, porque Donald Trump gobierna por decreto a un ritmo que ni los legisladores ni los jueces pueden alcanzar; aviones llenos de presos sin identificar aterrizan en los gulags salvadoreños sin detenerse a escuchar lo que dicen los tribunales y el hombre más rico del mundo reparte cheques entre los votantes de Wisconsin mientras desmantela las estructuras del Gobierno federal.

Así que, cada día, los estadounidenses se miran unos a otros y dicen, ¿has visto esto? Hay una continua avalancha de novedades que, por su carácter rompedor y por la inmediatez con la que aparecen, resultan imposibles de digerir. Cuando una noticia empieza a cobrar sentido, aparece otra con la contundencia de un puñetazo en la nariz, como si nuestras defensas racionales estuvieran siendo desbordadas y solo quedara una vaga sensación de entumecimiento, de irrealidad.

Aunque algunos, a la izquierda, empiezan a salir de ese caparazón de inmovilidad. La holgada victoria de una jueza progresista para el Supremo de Wisconsin, el pasado martes, ha supuesto el primer tanto político que el Partido Demócrata, con una popularidad del 27%, se marca en muchos meses. Y para hoy hay planeadas protestas contra Donald Trump y Elon Musk en las principales ciudades del país.

Nadie tiene claro cuál es el objetivo de esta especie de doctrina del shock, de estrategia de “inundar la zona”. Uno puede tomarse al pie de la letra las promesas de Trump y pensar que, realmente, el gobierno será más transparente y eficaz y los aranceles nos elevarán a todos en una marea de riqueza y oportunidades, o, de ahí, ir bajando por el escalafón de las hipótesis. Hasta las más pesimistas. Para muchos americanos, los aranceles han sido un shock. Pero no pasa nada. Vendrán otros.

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