Alves, Le Pen y los malditos jueces, por Javier Melero


The article analyzes the differing public reactions to the legal cases of Dani Alves and Marine Le Pen, highlighting the tension between legal processes and their societal impact.
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¿Aburriré a los lectores si esta semana decido volver a hablar de sentencias? Me temo lo peor, pero los casos Alves y Le Pen y el revuelo de opiniones surgido en torno a ellos animan a correr el riesgo. No vaya a ser que al análisis de la justicia penal se dediquen tan solo la ministra Montero y Vladímir Putin, lo que no traería nada bueno.

Lo primero que llama la atención, sobre todo a los que somos dados al asombro, es que ambas sentencias sean aplaudidas o denostadas (según la trinchera) no por su calidad, sino por los efectos que puedan causar en la vida pública. Simplificando, a uno de los polos le parece de perlas la condena a Marine Le Pen (al contrario que a Putin) y pide respeto para la Corte francesa, mientras que la del caso Alves les da ganas de plantar una guillotina en la plaza Catalunya. El otro polo (para eso es un polo) lo ve justo al revés.

   AP

Pero, raramente, no he conseguido encontrar un solo comentario que cuestione la calidad del fallo del caso Alves. Al contrario, existe unanimidad sobre sus virtudes técnicas. No se le reprochan –pese a las invectivas de la señora Montero, que dicen poco sobre la sentencia pero mucho sobre la señora Montero– vicios en el razonamiento o errores en la aplicación de la ley: lo que se le dice es que la presunción de inocencia es una exageración y que la absolución de Alves va a tener la consecuencia social indeseable de que futuras víctimas de agresiones sexuales lleguen a pensar que denunciar los hechos es un calvario intolerable, que convierte el silencio, la rabia y la desesperación en las alternativas más razonables.

Es posible que tengan razón. Y también es posible que el tribunal –por mucho que sea, como es el caso, irreprochablemente empático con las víctimas de violencia sexual, mayoritariamente femenino e inatacablemente progresista–, aunque tuviera la mejor voluntad de creer el relato de la denunciante, al final se viera impedido de hacerlo. Para los jueces, su denuncia podía ser todo lo creíble que ustedes quieran, pero no era fiable en los términos que exige una condena que implica la cárcel para un ciudadano. Era probable que dijera la verdad, pero las contradicciones de su relato impedían que pudieran considerarlo prueba de cargo suficiente. Son las grandezas y miserias del in dubio pro reo, que quizá no guste, pero cuyo soslayo conduce a la tiranía y al terror penal.

El derecho no tiende a comprobar la verdad, tiende a establecer lo que pueda ser probado

Queda más lejos, pero tampoco he conocido críticas técnicas a la sentencia que inhabilita para la política a Le Pen. Por lo visto, todo el mundo admite que ha quedado sobradamente acreditado el desvío ilícito de fondos comunitarios para financiar a personal del partido. Y los jueces, a lo que parece, también son funcionarios irreprochables, carentes de la menor veleidad política o con tendencia a un uso alternativo del derecho. Pero esta sentencia, como la otra, tiene efectos sociales adversos.

Contribuye a agriar la polarización, priva de derechos electorales a la líder del primer partido de Francia y corrompe aún más el clima político de la República. Además, es rigurosamente cierto que la mayoría de los políticos en Francia (y en España, y en Italia y en toda Europa) podrían ser condenados exactamente por el mismo fraude en caso de llegar a juicio. Las críticas vienen porque se dice que, aunque los hechos sean inexorablemente ciertos, el tribunal tendría que haber evitado condenarlos para impedir la liquidación de un líder político contradiciendo el veredicto de las urnas.

Es decir, que el sentido social impondría a los jueces prescindir de las evidencias del delito que tenían encima de la mesa para evitar conmociones en la opinión pública.

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Está claro, a la vista de las reacciones en ambos asuntos, que una de las equivocaciones más frecuentes en materia de justicia es la tácita confusión entre categorías éticas y jurídicas. Los del oficio lo saben perfectamente: el derecho no tiende a la comprobación de la justicia o de la verdad, tiende al establecimiento de aquello que pueda ser probado en un juicio con garantías, independientemente de cuál pueda ser la verdad o la justicia en términos morales. Lo que queda probado del modo legalmente establecido es lo único que puede adquirir la fuerza de la cosa juzgada que sustituye lo verdadero y lo justo, y vale como verdad, incluso aunque sea falso o injusto u ocasione un problema social. Tal vez el derecho no encuentre ahí la paz, pero a ese extraño animal ir más allá le resulta imposible.

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