This opinion piece critiques the impact of algorithmic ratings on Madrid's urban landscape. The author contrasts the allure of highly-rated, Instagrammable establishments with the simple pleasures of unassuming, everyday locales, arguing that the former threatens the authenticity and spontaneity of the city's character.
The author recounts a personal anecdote of enjoying a simple pizza at an unassuming pizzeria, highlighting the contrast between this experience and the pressure to conform to online ratings and trends. This simple pleasure, while not worthy of recommendation in a major publication, provided genuine happiness.
The author criticizes the homogenizing effect of online ratings, pointing out how businesses are pressured to conform to a dominant aesthetic to attract customers, which ultimately leads to a monotonous urban experience. This is exemplified by the author's reference to Kyle Chayka's analysis of the cafe industry and its tendency towards visually appealing uniformity to gain social media popularity.
The author expresses concern about the effects of gentrification and the changing dynamics that could lead to Madrid losing its cosmopolitan character and becoming socially and culturally moribund. In response, the author advocates for a rebellion against the trend of following online ratings and embracing the spontaneous, authentic aspects of Madrid.
The author concludes by asserting that a rejection of solely algorithmic measures is essential to maintaining the city’s unique charm. The value of an authentic, unplanned experience surpasses that dictated by algorithms, concluding that in life, a 3.8 rating can be superior to a 5, highlighting that embracing imperfection is key to appreciating the true essence of a city like Madrid.
La mejor comida de la primavera sucedió sin buscarla un domingo al mediodía. Llevábamos tres semanas de lluvia y justo cuando Madrid estaba al límite de lo insoportable, salió el sol. Corrimos a pasear al perro. No teníamos nada en la nevera. Entonces, allí, en mitad de la plaza del metro del barrio obrero donde vivimos, más allá de la M30, apareció una mesa libre en la terraza de la pizzería-kebab (3,8 estrellas en Google). Pedimos una caprichosa y dos bebidas frías, dejamos que el sol nos diera en la cara, el perro mordió algunos restos de la masa cuando nos despistamos. Esa pizza recién hecha, rebosante de queso y aceitunas, jamás aparecería recomendada en EL PAÍS; creo que ni siquiera se la aconsejaría a mis amigos. Pero en aquel mediodía fue perfecta porque nos hizo felices.
Ese Madrid que tanto nos gusta —improvisado y modesto, alegre como solo lo sabe ser esta ciudad a la hora del vermú— peligra porque contradice las dinámicas que están transformando profundamente la ciudad. La acumulación algorítmica del deseo está dejando irreconocible la capital. Para internet solo hay un mejor sitio de desayunos en Lavapiés, un lugar ideal donde ver el atardecer en las Vistillas, un trayecto imprescindible por la Gran Vía. Al puntuar y fiarnos de lo puntuado matamos de éxito al número uno y condenamos al resto, viviendo una experiencia uniforme y empujando al otro a imitarla, llenando la ciudad de colas, listas de espera y lugares con decoración clónica ajustados al gusto y nivel económico del visitante. En Mundofiltro, Kyle Chayka explica este último caso: “Para tratar de hacerse con ese gran sector demográfico de clientes condicionados por internet, más y más cafeterías tuvieron que adoptar la estética dominante en las plataformas (...). Cuando una cafetería era lo bastante atractiva visualmente, los clientes se sentían estimulados a publicarla a su vez en su Instagram para presumir de estilo de vida, lo que proporcionaba publicidad gratis en las redes sociales y atraía nuevos clientes. Así, el ciclo de optimización estética y homogeneización se perpetúa”.
Sin embargo, la lógica de la vida es distinta a la lógica de las redes. Si estás cansada y harta de todo pero tienes quince minutos libres y pasas por allí, la barra de cualquier lugar sin estrellas pero con café caliente es suficiente para seguir adelante. De hecho el mejor café de Madrid no es el de especialidad: es el torrefacto que te tomas un martes, después de haber madrugado para ir en ayunas a hacerte unos análisis de sangre en el hospital.
Sé que hay fuerzas complejas cambiando la ciudad al ritmo de los movimientos viperinos del capital internacional, que se mete en nuestros hogares para expulsarnos de ellos con la excusa de que esto debe parecerse a Londres o París. Allá ellos con sus aspiraciones, pero si ya no puede venir la juventud del resto de España -como hicimos antes tantos madrileños de adopción- a estudiar y buscarse la vida porque no puede pagarse ni una habitación en un piso compartido, entonces, por muchos locales espectaculares que tenga, por muy arriba que esté en los rankings de mejores ciudades del mundo, este no es un Madrid cosmopolita, sino un Madrid social y culturalmente moribundo. Frente a todo este desastre, mi diminuta rebelión consiste en resistirme al Madrid de las estrellitas.
Jamás puntúo lugares o servicios porque mi opinión causa efectos descontrolados cuando se suma a la de todos los demás y se deja mediar por los intereses de una plataforma. Son unas consecuencias cobardes, diferidas y difusas propias de este mundo donde los algoritmos son la nueva burocracia: una forma de doblegar al otro en un sistema inapelable que solo beneficia a quien lo construye. Dejar de mirar las estrellas es más difícil. Cuesta salirse de la triangulación del deseo y evitar querer justo lo que quieren los otros. Lo explicó en su obra el filósofo René Girard, ídolo inesperado de algunos de esos ingenieros de Silicon Valley que inventaron este mundo perfectamente clasificado. Pero hay que intentarlo, aunque solo sea por el Madrid espontáneo que aún resiste. En la vida, a veces un 3,8 es mejor que un 5.
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