El chemsex ha navegado siempre sobre capas de silencio, entre el estigma y la amenaza para la salud. Este fenómeno consiste en el uso intencionado de drogas para mantener sexo durante largos períodos de tiempo y se practica, sobre todo, entre hombres que tienen sexo con otros hombres (HSH). Es una práctica de riesgo porque hay mayor probabilidad de contraer infecciones de transmisión sexual (ITS) y por el uso de drogas potencialmente adictivas, pero también se ha configurado como una forma de relacionarse. Una decena de voces consultadas insisten en que es una práctica minoritaria, pero en auge, con unas cifras de prevalencia bailan entre el 3% y el 30%, según diversos estudios. La mayoría de los que lo practican lo hacen de forma recreativa, sin que eso suponga un problema para su vida. Sin embargo, sí hay un porcentaje reseñable, pero difícil de cuantificar, que desarrolla un consumo problemático y para el que no está habiendo una respuesta sanitaria y sexoafectiva adecuada, según los expertos.
Ese abuso de chemsex se manifiesta en forma de problemas relacionales, de salud mental y adicciones que, en los peores casos, pueden llevar a muertes por sobredosis o suicidio. Activistas y expertos llevan tiempo alzando la voz acerca de todas las consecuencias del consumo problemático y, sobre todo, por la falta de recursos y estrategias para abordar estas situaciones.
Alertan de la invisibilización de un problema complejo y desgranan la multitud de daños que puede acarrear esta práctica cuando se va de las manos. Por un lado, la adicción a determinadas sustancias asociadas al chemsex, como metanfetamina, GHB (llamado éxtasis líquido), cocaína o mefedrona, entre otras. Además, en las consultas y en los centros comunitarios se observan problemas de salud mental derivados del abuso de esas sustancias, como paranoia, brotes psicóticos, depresión, ansiedad, junto con dificultades para relacionarse sexualmente sin drogas.
Más informaciónToni Gata, psicólogo del centro comunitario BCN Checkpoint, lleva años viendo la cara más problemática del chemsex. En 2024, atendieron 340 personas nuevas en su consulta por este asunto. “La problemática hoy no tiene nada que ver con la de 2017. Entonces, el consumo por vía inyectable era anecdótico. Ahora, más de la mitad se ha inyectado en algún momento y esto comporta problemas más graves. Desde 2022, vemos mucho trastorno psicótico y mucho delirio. Cada día, uno o dos casos”, relata. Tanto es así, que el centro ha incorporado servicio de psiquiatría para hacer contención de la sintomatología psicótica.
Sobre el peor de los escenarios, las muertes, no hay datos, solo relatos de oídas y el boca a boca que va circulando. Jorge García, responsable de la unidad de ITS Drassanes-Vall d’Hebron, apunta: “Desconocemos las cifras de las personas que pueden estar falleciendo por el chemsex. Aquí lo que vemos son problemáticas a largo plazo del consumo de metanfetamina, que puede provocar ideación suicida, o el problema más agudo, sobredosis de GHB”.
En cualquier caso, tampoco es fácil atribuir un deceso al contexto de chemsex porque es un fenómeno complejo, atravesado, a su vez, por diversas situaciones vitales que también suponen un riesgo para la salud. “Los fallecimientos de usuarios son multifactoriales, pueden ser durante las mismas sesiones, por sobredosis o suicidio, pero pueden estar interviniendo otras situaciones, como la situación estructural de la persona o problemas de salud mental”, cuestiona Ovi Leonarte, activista y portavoz de la plataforma Alianza por la Libertad y la Ética Psicoactiva y Humana.
Desde 2022, vemos muchos casos de consumo problemático de ‘chemsex’ con trastorno psicótico y delirio”
Toni Gata, psicólogo del centro comunitario BCN Checkpoint
La literatura científica está salpicada de reportes de casos que alumbran algunas situaciones extremas del consumo problemático: en 2017, por ejemplo, un estudio británico alertaba del auge de muertes por sobredosis de GHB, y lo vinculaba, en parte, al chemsex; en 2021, otra revisión en Francia recogía 13 intoxicaciones relacionadas con ese fenómeno, seis de ellas con desenlace fatal. Emilio Salgado, jefe de Toxicología Clínica del Hospital Clínic de Barcelona, admite que “es difícil asociar un tóxico a esta práctica”, pero los cuadros que más relacionan con ella son las intoxicaciones por GHB: ven unas cinco semanales, aunque no pueden garantizar que todas sea en contextos de chemsex. Lo que sí asegura es que estas cifras son estables, no han aumentado en los últimos años.
“Tanto la droga como el sexo son dos poderes y conllevan una gran responsabilidad”, parafrasea Sandro Bedini, de 49 años, a propósito de su relación con el chemsex. Él empezó a coquetear con estas prácticas hace más de una década, primero sin drogas, solo por experimentar sexualmente en este contexto. Luego incorporó el consumo de sustancias, que, en su caso, acabaron acaparando todo lo demás.
“Hay una primera fase, que se llama luna de miel, donde socializas con mucho éxito y hay mucho disfrute. Luego, viví una fase de negación larga, donde pasan cosas en tu entorno que se te van de las manos, pero lo niegas. Es gradual: llegas tarde al trabajo, pierdes responsabilidades, se erosionan proyectos de vida que tenías, tu tiempo de ocio está centrado en los chill [así se llama coloquialmente a los encuentros de chemsex]. El paso de la negación a reconocer que tienes un problema es un misterio: lo dejas cuando ya no te compensa”, reflexiona.
Antes de llegar ahí, admite, hay un largo tránsito entre muros de silencio levantados, en su caso, por “la culpa” y la incapacidad para “reconocer la propia vulnerabilidad”.
Para entender el chemsex y, sobre todo, su evolución hacia un consumo problemático, hay que contextualizar el fenómeno dentro de un grupo de personas que ha vivido su sexualidad señalada en un entorno discriminatorio y heteronormativo. Hay componentes culturales fundamentales ―como el tabú global sobre el sexo, la vivencia de su masculinidad, la pandemia del VIH y el estigma asociado, la normatividad de los cuerpos o la aparición de aplicaciones de contactos―, que han influido en la construcción de este fenómeno, explican los expertos.
Así, detrás del chemsex puede haber muchas intenciones. Por ejemplo, aumentar la libido y el placer, deshibirse o realizar determinadas fantasías sexuales. Sin embargo, ahí también se puede camuflar el miedo al rechazo de las parejas sexuales, la soledad, la baja autoestima o la homofobia interiorizada.
Para García, el gran riesgo está en emplear estas prácticas “para evitar sensaciones negativas”. “Se puede utilizar de forma hedónica, por el efecto positivo y desde una buena gestión de la salud mental. Pero si la intencionalidad es evitar todo ese daño que se te ha hecho en tu vida por maltrato, discriminación, estigma, lo que hace esta persona es usar esas sustancias para evadirse y esto las convierte en mucho más necesaria y generar más problemas”.
Emilio, de 63 años y también usuario de chemsex, considera que esta práctica es “una forma de relacionarse al borde del abismo”: “Puedes caer en él o no”. Un espacio entre placentero y peligroso. “Uno se engancha antes al tipo de sexo que a la sustancia. Te acostumbras a una intensidad que no tiene nada que ver sin sustancias de por medio”, abunda. Pero las tornas pueden ir cambiando y, lo que empieza como algo social, puede acabar en algo más que una adicción, admite. “Empieza siendo una manera de relacionarse y, si se va de las manos, se complica mucho”.
Hay factores de riesgo identificados que predisponen al uso problemático de chemsex. Por ejemplo, haber sufrido experiencias traumáticas, no tener redes sociales de apoyo (los migrantes tienen especial vulnerabilidad) o arrastrar problemas de salud mental previos. Pero también influyen las sustancias empleadas —algunas tienen mayor potencial adictivo— o la vía de administración: la inyectada (slaming), por ejemplo, tiene más riesgo.
Todo alrededor del abuso de chemsex funciona como una inmensa red de vasos comunicantes donde factores individuales y el contexto social se entremezclan en un fenómeno dinámico. García pone un par de ejemplos: “Depende de las sustancias que se comercialicen. La mefedrona está ilegalizada y se está detectando que se venden otras catinonas sintéticas [estimulantes conocidos como “sales de baño”] con una vida media más corta y que requieren dosis de repetición que genera un hábito de adicción más fácil. Y luego también están los factores psicobiográficos: la población LGTBI parte ya de un estado de salud mental no idóneo porque sufre estigma y dificultades en el desarrollo infantojuvenil por una sociedad en la que la norma es ser cisheterosexual. Por ejemplo, el 20% de la población de HSH tienen un problema de salud mental, sin entrar en el chemsex”.
Alberto Díaz Santiago, médico de la unidad de infección por VIH, ITS y PrEP de Medicina Interna del Hospital Puerta de Hierro de Madrid, advierte de que cualquier consumo de droga puede ser problemático: “Es una delgada línea”. Algunas señales de alerta para el especialista son que “el consumo deje de ser ocasional, que hayan sufrido una sobredosis o el uso de drogas por vía parenteral [inyectada]”. También que esas prácticas generen una “disrupción” en la vida: dejar de trabajar, perderse comidas o encuentros familiares, reducir la red social a personas que consumen, aislarse…
Díaz Santiago y García coinciden en una pregunta orientativa para dimensionar el uso más o menos problemático: “¿Cuándo fue la última vez que recuerdas haber tenido sexo sin drogas de por medio?”. “Creo que existe un consumo problemático cuando hay una actividad que se realiza con drogas y que no puedes realizarla sin ellas”, justifica García.
Con todo, para alcanzar una conciencia del problema y llegar a pedir ayuda, hay que perforar más capas de silencio que ayudan a invisibilizar las situaciones de riesgo. Una de ellas, la que media entre los afectados y un sistema sanitario hostil. “Los servicios públicos son heteronormativos. Vas al médico y dan por supuesto que eres heterosexual. Hay mucha homofobia. La diversidad sexual no está presente”, plantea Leonarte, que también denuncia “la persecución policial” del chemsex en clubes gais y saunas.
García reflexiona sobre el significado de callar: “El silencio dentro de la población LGTBI ante referenciar problemáticas que le pueden afectar a esta población, bien por prácticas sexuales o de consumo, no es un silencio por estigma o por vergüenza. Es un silencio como estrategia defensiva frente a ciertos sectores de la sociedad que están esperando a la mínima para generar un ataque a las prácticas disidentes y no normativas”.
Un entorno amable, de confianza y empatía es esencial para que un usuario con problemas identifique su situación y sopese pedir ayuda, concuerdan todas las voces consultadas. Eva Orviz, directora asistencial del Centro Sandoval II y coordinadora de los centros de ITS de Sandoval en Madrid, apuesta por “dejar siempre la puerta abierta” de la consulta: “La clave está en la prevención, el acompañamiento y no estigmatizar”.
La respuesta asistencial, en cualquier caso, cojea por todas partes. Faltan circuitos asistenciales amables y seguros, sin estigma ni discriminación. Y cuando se logra una atención, la respuesta suele ser la derivación a los afectados a la red asistencial de drogodependencias, pero sin atender a toda la parte relacional, emocional y psicosocial que acompaña al chemsex.
Luz Martín Carbonero, portavoz del Grupo de Estudio del Sida (Gesida) de la Sociedad Española de Infecciosas y Microbiología Clínica, apunta a que su mayor preocupación es “el problema de la adicción y todo lo que conlleva de salud afectivosexual”. “Les pasa factura porque el sexo sin drogas deja de ser satisfactorio y no pueden tener relaciones sin consumo”, apunta. Pero eso no se soluciona solo tratando la adicción. “La adicción acaba siendo el síntoma de un problema. El abordaje que se ha llevado es centrarse en la droga como problema, pero el foco tiene que estar en la persona, en su contexto”, reclama Jordi Garo, responsable del proyecto Chemsafe de Energy Control.
El fallo asistencial está “a múltiples niveles”, admite Díaz de Santiago: “No hay puntos de atención psicológica en los hospitales y los psiquiatras no están acostumbrados a tratar el chemsex. Los centros de salud mental tienen listas de espera enormes y los centros de drogodependencias funcionan bien, pero no todos los pacientes se sienten cómodos”.
Lo que sirve de poco, aseguran los expertos, es marchar sin más. Alejarse del entorno chemsex sin acompañar esa salida de terapia que profundice en todas las aristas que han llevado al consumo problemático.
Las ONG han salido al rescate para paliar las carencias del sistema público, pero tampoco dan abasto. Luis Villegas, director de la ONG Stop, asegura que tienen 16 personas en lista de espera de sus programas de acogida: “Los centros de adicción no abordan la complejidad que da el chemsex. La única forma de actuar es cooperar. No queda otra”.
Por su parte, Joan Ramon Villalbí, delegado del Gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas, admite su preocupación por el potencial adictivo de algunas sustancias en estos contextos, pero aboga por “informar, no criminalizar”. “Nos preocupa, lo hemos priorizado mucho y lo seguimos con mucho interés. Lo ideal es montar circuitos bien coordinados y con la colaboración del tercer sector. Habrá que buscar maneras de que los servicios sean amables y accesibles”, asume.
Bedini pasó por los servicios de acogida de Stop, fue a terapia y terminó yéndose de Barcelona para alejarse de la red social del chemsex. Hace más de un año que dejó la adicción, cuenta, y ahora, de vuelta a la capital catalana, está probándose a sí mismo y su relación con esta práctica: “Tengo que estar alerta. Ahora me planteo si quiero consumir como algo lúdico o es por evadirme. Si el consumo es evasivo, lo entiendo como una recaída. Pero aunque sea un consumo responsable, que elijo, tampoco siento que lo disfrute como antes porque tengo algo anclado ahí. La conclusión es que cada vez son más espaciadas estas experiencias porque después de todo lo vivido ya no lo disfruto, y porque he tomado conciencia de cómo el colocón le usurpa el poder genuino de disfrute al sexo”.
Ahora hace de voluntario en la red de acogida de Stop y lanza un mensaje en positivo: “Si alguien que está pasando por un momento difícil de problemas de consumo lee esto, que sepa que esto se puede dejar atrás, cambiar y volver a sentir la alegría de la vida”.
Este reportaje está ilustrado por una composición visual construida por Sandro Bedini durante su proceso terapéutico para tratar el consumo problemático de chemsex y su adicción a la metanfetamina. Cuenta que la creación fue intuitiva, sin intención, pero este ejercicio artístico le servía de “puente” para comprender su universo interior.
Cuatro años después de concebirla, ya recuperado, se dice también un “espectador asombrado con la carga poética” que proyecta la imagen: lee el ojo sin párpados como un “símbolo de la hipervigilia” a la que lleva la metanfetamina y “el juicio sin descanso al que te sometes”; el humo, como el de la pipa para fumar la droga, “señal del fuego” que habita en su interior; y en la escultura fracturada e inerte identifica ahora “la fragmentación de la propia identidad” y el conflicto interno. “La composición está aislada y sin contexto, algo parecido a la oscuridad en la que puedes llegar a vivir cuando estás enganchado”, reflexiona.
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