Cuando se apagó la nevera, los pájaros de mi barrio seguían funcionando. Piaban, volaban, comían migas. Mecanismos ancestrales. Había muerto el wifi pero no las moscas. Los gorriones se comunicaban. Al principio pensé lo mismo que tú. Que era mi casa. Ah, no, pues mi calle, mi barrio, mi zona. Cuando los semáforos cesaron y la ciudad se convirtió en un infarto, pensé: ¡toda la ciudad!
Esto me parecía bastante: toda la ciudad. El Gran Apagón de San Francisco, el Gran Apagón de Caracas, y ahora el Gran Apagón de Madrid. No habría yo sabido que las ciudades ya no bautizarán a los grandes apagones, sino los países, de no ser por ese anacrónico sistema de comunicación al que no mató la tele ni internet: la radio. Me subí al coche, encendí el motor y oí hablar a Carlos Alsina.
El Gobierno no daba ninguna explicación. Hablaban los alcaldes y presidentes de Comunidad Autónoma a falta de algo mejor, y todo el mundo decía que “calma”, con lo que empecé a ponerme nervioso. Los pajaritos sabían algo más, pero no entendemos su lenguaje porque no nos cabe en el cuerpo la verdad. Posados en los cables, indicaban que esos hilos negros se habían convertido en un jersey sin terminar.
Mi madre me llamó acojonada. Era la última brizna de cobertura. Que si el crío estaba conmigo. Yo le dije que el crío estaba en la escuela. Llamé a un amigo y le pregunté qué iba a hacer con los críos. Me dijo que estaba yendo a por ellos a toda hostia. Cuando iba a llamar al colegio, ya no había cobertura. Vino mi mujer y me preguntó qué pasaba. Yo le dije: nada, todo bien, un apagón. Hice de periodista sistémico.
Pensé que el crío estaba en el colegio mejor que en ninguna parte. Me acerqué a un supermercado para tantear el terreno y vi gente salir con latas y garrafas de agua: mejor no entro, pensé. A veces uno echa una moneda al aire y le sale que es mejor morirse de hambre antes que convertirse en masa histérica. Me volví a casa, con las manos vacías y la dignidad intacta. Tampoco tenía dinero en efectivo, porque eso es de fachas y evasores fiscales.
Con el paso de las horas, los radiofonistas seguían hablando y callaba el presidente del Gobierno. Quizás un ciberataque, pero no penséis en Marruecos. Quizás un fallo colosal, pero no penséis en políticos negligentes. Las noticias se volvían cada vez más estrambóticas: primero gente atascada en ascensores y en vagones de tren y metro, lo normal. Pero luego hablaron de gente atascada en los teleféricos. Es una suerte que internet haya dejado de funcionar, me dije, puesto que de lo contrario seríamos pasto de los bulos.
En 2022, una teoría de la conspiración ultraderechista advirtió de la posibilidad de un gran apagón en España. Eran los mismos conspiranoicos que aseguraban que la covid iba en serio cuando las autoridades competentes decían que “todas a celebrar el 8M”, o que el virus salió de un laboratorio chino cuando se hablaba de pangolines. Gente fascista que no se informa con el filtro, sino con el torrente.
Salieron entonces, en 2022, los diputados y los expertos y los presentadores confiables como Javier Ruiz a desmentirlo. Las posibilidades de un gran apagón en España, nos dijeron, eran igual a cero. También dicen que las denuncias falsas en violencia de género son casi igual a cero. Por cerciorarme subí el volumen de la radio del coche: el consumo eléctrico español había bajado a cero.
Por fortuna, en tan apurada situación, nuestros líderes ya se habían reunido en un comité de crisis. Tras los comités de crisis de la dana de Valencia, no me cupo la más mínima duda de que nuestros políticos ya estaban trabajando a fondo. En pocas horas ya no quedaría por detectar y explotar ninguna de las posibilidades electorales del apagón: estarían averiguando si Mazón estaba en un restaurante a las 12:30 o si el hermano de Sánchez estaba tocando a esa hora el clarinete.
Los vecinos de mi zona empezaban a reunirse en corrillos, en la calle. Había quien ofrecía su cocina, porque es de gas, y quien invitaba a todo el barrio a mariscada si el congelador no empezaba a funcionar pronto. Buena gente, me dije, hasta que algunos empezaron a soltar cosas muy conspiranoicas y ultraderechistas, como que ya es casualidad que Ursula von der Leyen hablase hace un mes de la necesidad de hacernos todos con un kit de supervivencia, así que dejé de escuchar.
Echaba de menos a mi presidente, a mis ministros, a la presidenta de mi comunidad. Me los imaginaba, en el peor de los casos, en aviones de camino a búnkeres repletos de víveres y protegidos de nosotros por el ejército. Me daba pena imaginarlos tan solitos, pero volví a mirar a los pájaros y supe que todo iría bien. Y efectivamente, por la tarde ya todo iba bien. La gente podría sintonizar El Hormiguero y La Revuelta. España había tenido un conato de infarto, pero se recuperaba.
Si todo lo que tenemos depende de lo que entra por un cable, ya saben los pájaros qué poco hace falta para que se abra camino la oscuridad. Pensé en los pobres saqueadores nocturnos, compuestos y sin botín, mientras se encendían las primeras farolas. Todo había vuelto a la normalidad justo después de recordarnos que lo que llamamos normalidad pende de un hilo. Todo el mundo siguió con su vida. Yo también. Guardé mi porra y mi modelo de troglodita. Aquí no hay nada que ver.
Cuando se apagó la nevera, los pájaros de mi barrio seguían funcionando. Piaban, volaban, comían migas. Mecanismos ancestrales. Había muerto el wifi pero no las moscas. Los gorriones se comunicaban. Al principio pensé lo mismo que tú. Que era mi casa. Ah, no, pues mi calle, mi barrio, mi zona. Cuando los semáforos cesaron y la ciudad se convirtió en un infarto, pensé: ¡toda la ciudad!
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