Umbral fue a aquel programa de la Milá a hablar de su libro y armó un pollo colosal porque la conversación fue por otros derroteros: fue faltón, vanidoso y contumaz, eso es cierto, pero también fue Francisco Umbral, es decir, levantisco, rutilante e histórico. Lleno de gracia como la virgen María. Decisivo como Iniesta.
Cada uno monta el circo que le permite su talento. A favor.
Desde entonces las cosas han perdido un poco de brillo. Ahora los autores han encontrado formas más ignominiosas de acosarnos para que les hagamos casito.
Recuerdo a un columnista ya no tan joven que te enviaba por WhatsApp cada texto que escribía y te instaba a leerlo con algún cebo barato ("ahí contesto a una cosa que dijiste el otro día"), o falso ("me interesa mucho tu opinión"), o poético ("lo de hoy, que espera tu mirada") o lisonjero ("te he sacado en las negritas").
Hay quien incluso ha montado grupúsculos de amigos, que es como llaman ahora a las empresas cooptadoras o a las asociaciones desesperadas, para leerse, reseñarse y auparse entre sí, unos a cambio de los otros. Pobre gente.
Da igual la pompa que se den. Da igual que se autodenominen "generación". Al final del día, todos sabemos quiénes son.
Y, muy especialmente, todos sabemos lo que son. Unos arrimaos tristes con boqueras trabajadas que protagonizan involuntariamente una sitcom de mendicidad literaria.
Para enganchar a los demás por las solapas para que te lean hay que quererse mucho o muy poco: tal vez sea lo mismo.
Sientes que lo que tienes que decir en tu librito es harto importante pero desoído o quizás flácido y prescindible, y en ambos casos necesitas un abrazo y un cigarro con alguien que te diga lo que vales.
El gran fenómeno cultural contemporáneo es el despecho. Ante el mercado colapsado, ante la burbuja, ante la velocidad, ante el consumo bulímico, ante una oferta desbordante, una precariedad lamentable y un pensamiento de usar y tirar, el consuelo moderno que han encontrado muchos autores es este soliloquio:
"Yo soy genial, qué duda cabe, pero ahora se premia la mierda. Soy una joya incomprendida entre el ruido y la furia del turbocapitalismo. Soy David contra Goliat".
Odian el sistema pero suplican estar insertos en él y jugar a su juego.
Odian los premios hasta que los ganan.
Odian el éxito hasta que les va bien. Sólo cuando ellos han sido condecorados es justo. El año pasado no. La pasada edición fue un tongazo. Siempre es así y nunca es suficiente. Los escritores no eyaculan nunca. Siempre exigen una felación más larga e intensa. Así, que yo te vea en la cara que lo estás disfrutando.
Y seguro que es cierto que en esta mole de peña que patalea hay algunas firmas extraordinarias (y estaremos de acuerdo en que hay mucho gilipollas oportunista y mediocre, y lo peor, ¡cursi!, premiado).
Pero lo que yo veo, en esencia, es una caterva de egos imprudentes, un ejército de niños sobreestimulados a los que una vez sus mamis les dijeron que eran especiales y que ahora berrean por su parte del pastel.
Se toman sus presentaciones de sus libros (o de películas, o de discos) como si fueran su cumpleaños. Ellos son su obra.
Ser leído no es un derecho.
La democracia del talento sólo es autoayuda: eso pienso.
Se nos fue la mano con la cosa progre del "todos valéis", con el "tú también llevas dentro un artista", con el "fracasar es no intentarlo", y a ver qué hacemos ahora con este tropel de vanguardistas de los cojones, con este fárrago de artistas multimedia. El mundo no necesita más novelas "entrañables" y "valientes" sobre tu abuela Paca la republicana. La caricatura se hace sola.
Yo esto lo padezco como tantos compañeros. En la medida en la que escribo en prensa y soy acosada por unos y otras para que me lea su librillo y le dedique unas palabras.
Que esto te lo pidan los amigos ya es incómodo, pero resulta aún más sonrojante el ahínco kamikaze de los desconocidos. Te tratan como si trabajaras para ellos, pero al mismo tiempo, con un seboso sentimentalismo con el que pretenden chantajearte. Vamos, lo peor de los dos mundos.
¿Realmente la gente no cree que puedo notar que, sospechosamente, dos semanas antes de la publicación de su libro, empiezan a seguirme en Instagram y a contestarme a stories haciéndose los majos? Jajá, qué bueno esto y lo otro.
Luego se acerca el día de autos y mis intrigas se confirman.
"Oye, Lorena, que te quiero enviar mi libro (hace dos semanas nunca me había dirigido a ti, porque soy una rata trepa y sin elegancia social), pero ahora espero que te sientas obligada a darme la dirección de tu casa y a tomarte la molestia de confirmarme que has recibido este artefacto de mi ego, y además me sentiré en el derecho de presionarte (sin éxito) para que escribas sobre él, porque total, pensaré, en internet no hay memoria y como llevas dos semanas recibiendo mis mensajes, igual juego con tu mente y crees que soy alguien a quien aprecias".
Hay un Me Too pendiente sobre los acosadores de la cultura que no querían sexo, sino reseñas. A lo mejor querían sexo y reseñas y un órgano que te sobre, pero ese ya es otro tema.
Cariño, yo sé lo que te pasa a ti. Tú no quieres ser escritor, tú quieres ser famoso. Y yo estoy siendo amable mientras me acorralas violentamente. Créeme, estoy tratando de preservar tu dignidad. No me lo pongas más difícil.
No tiene ningún sentido convertirse en el cobrador del frac de la propia literatura. Es antiliterario.
Este (el acercamiento de una persona a un texto o a un libro) es un proceso que si se fuerza, rechina. Revienta cualquier posibilidad de encantamiento. A un libro uno se acerca sólo por deseo y curiosidad propios, igual que a un ser humano.
El arte y el amor nunca han ido de invadir al otro, sino de convencerle sin tocarle. Nunca han ido de conquistar, sino de seducir. Uno existe y deja que el de enfrente se acerque. Esa es la compleja belleza del mundo.
Y es, además, algo contraintuitivo. Cuanto más me suplicas que te quiera, menos te quiero. Cuanto más me insistes para que me lea tu libro, menos me lo voy a leer.
De hecho, no. No me lo voy a leer nunca. Porque me da pereza tu libro y ahora también, y sólo gracias a ti, me das pereza tú.
Y la pereza (vosotros lo sabéis, que sois los escritores) es un sentimiento sudado, espeso y sin remisión.
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