La posibilidad de no volver a ellos cambia el recuerdo de algunos lugares decisivos de mi vida. Va a hacer ocho años que me fui del que era mi barrio en Nueva York, el Upper West Side, y de otra parte al sur de la ciudad que frecuenté mucho, la zona de Washington Square, donde están los edificios de la universidad en la que trabajaba. Apenas terminaba el invierno iba en bicicleta de un lado a otro de la isla, por el sendero que discurre a la orilla del Hudson. La ligereza de la bici y la amplitud de las perspectivas ensanchaban la respiración y la mirada, y un sentimiento físico de libertad sin vigilancia. Las estaciones del año tienen en Nueva York una alternancia tan exagerada como los estados de ánimo y como los extremos de belleza y fealdad, de desamparo y entusiasmo, de riqueza y miseria, que sobresalta a quien vive en ella. A unas pocas calles al norte de mi casa estaba el campus imponente de la Universidad de Columbia. En otras épocas habían abundado las librerías de novedades y de segunda mano, pero los estudiantes ya no iban con libros bajo el brazo, sino con teléfonos y mochilas de portátiles, y las librerías que quedaban eran bastante inferiores a muchas de Madrid, de Barcelona o Valencia. Había, eso sí, excelentes puestos callejeros de libros de segunda mano, atendidos por vendedores con las caras tan curtidas por la dura intemperie de Manhattan como navegantes de alta mar. Y cada domingo, salvo los de grandes nevadas invernales, se alineaban en las aceras de Broadway los puestos del Farmer’s Market. Los granjeros tenían un aire tan rudo y resistente como los libreros de viejo. Habían venido de las zonas rurales del Estado con sus furgonetas cargadas de cajas de manzanas, de calabazas amarillas reventonas en otoño, sus patatas y zanahorias con olor a tierra fresca, los tarros de yogures, los bloques de mantequilla, los frascos de leche recién ordenada de sus vacas. No los arredraba ni el viento helado ni el frío de las mañanas de sol invernal a la sombra de los murallones de Columbia.
En el espacio de 10 o 15 calles laterales, a lo largo de la espina dorsal de Broadway, discurría una parte de mi vida: una sede de la Biblioteca Pública a la que me iba a trabajar, junto a un ventanal panorámico que dominaba desde arriba la vitalidad de la calle; un café hospitalario y algo desastrado, la Hungarian Pastry Shop; alguna tienda de vinos, una papelería, una recóndita taberna japonesa, un restaurante chino-peruano, Flor de Mayo, donde servían por unos pocos dólares un pollo asado incomparable y un gran ají de gallina; y un club de jazz en el que tocaban sin llamar mucho la atención músicos legendarios casi ancianos, y también jóvenes fulgurantes que podían cortar el aire con las notas agudas de un solo de trompeta. Había mucha mugre, desde luego, mendigos acampados en los bancos del pequeño Strauss Park, montañas de bolsas negras de basura que fermentaba en las noches de verano en los que hay una niebla húmeda y caliente como del delta del Mekong.
En Nueva York se hacen bromas snobs sobre la calidad de los restaurantes del Upper West Side, habitado sobre todo por profesores, estudiantes, músicos, judíos de ocupaciones más o menos intelectuales que no prestan atención alguna a la comida, ni a la indumentaria. En alguno de los peores restaurantes del barrio me citaba de vez en cuando mi amigo Joe, musicólogo y humanista eminente que andaba por Broadway como un ermitaño por el desierto de Judea, con una barba canosa y una pelambre que proliferaban a la sombra de una gorra de béisbol, sustituto moderno de los sombreros negros de severa ortodoxia de sus padres y sus abuelos, emigrantes de la Europa de los pogromos de hacia 1900. Mi amigo Joe se sentaba frente a mí en una mesa de un restaurante indio o griego de ínfima categoría, me decía que eligiera yo algo, pasándome una carta mal forrada de plástico, y se ponía a hablarme con conocimiento y entusiasmo de una biografía en varios tomos de Mahler sobre la que estaba escribiendo una reseña, o me preguntaba cosas sobre Manuel de Falla y Lorca en el festival flamenco de 1922. A una de nuestras últimas comidas asistió su hijo mayor, un muchacho muy serio que aquel día, en vísperas de las elecciones de 2016, nos explicó a su padre y a mí que, siendo partidario de Bernie Sanders, no estaba dispuesto a votar de ninguna manera a Hillary Clinton, ya que no creía que hubiera ninguna diferencia entre ella y Donald Trump. Ni al padre ni al hijo les parecía muy alarmante la posibilidad de que Trump ganara la presidencia. Joe, como otros amigos míos de la ciudad, pensaba que los contrapesos legales, la fuerza de la Administración, el Tribunal Supremo, frenarían cualquier disparate: en las siguientes elecciones de media legislatura, ganaría, como siempre, el partido opositor al presidente, y en último término todo cambiaría cuatro años después.
La semana pasada recibí un mensaje de Joe, que llevaba tiempo sin escribirme: “Aquí todos estamos intentando imaginar cómo reaccionar a Trump —si ignorar por completo las noticias (es lo que hacen algunos) o limitarlas a una sola dosis diarias (esa es mi estrategia). No conozco a NADIE que sienta el impulso de actuar. El ambiente es catatónico y depresivo”.
En el New York Times la información sobre las manifestaciones del fin de semana pasado ocupó un lugar muy secundario. El ambiente es tan catatónico que el presidente puede decir que un juez que le lleva la contraria es un “lunático peligroso” y no hay el menor indicio de protesta colectiva de los jueces. Otros amigos míos de la generación de Joe participaron en las grandes movilizaciones por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam de los años sesenta, y en algunos casos se jugaron la vida viajando al Sur en las protestas contra la segregación. Ahora las universidades expulsan a estudiantes que se han manifestado contra las matanzas israelíes en Gaza, y nadie sale a la calle, ni vuelve a ocupar el campus de Columbia, ni llena de nuevo de pancartas y cantos de rebeldía la bella amplitud de Washington Square, donde me gustaba tanto comer al sol antes de ir a clase, mirando pasar a la gente en la insurrección tranquila de los comienzo de la primavera, o escuchando a músicos extraordinarios de jazz que tocaban por unas monedas.
Mientras andaba errante por aquellos lugares queridos nunca se me ocurrió que alguien pudiera acercarse a mí de pronto y, sin mostrar ni su cara ni identificación alguna, me llevara preso. Tenía un trabajo y una tarjeta de residencia permanente, pero otras personas que también los tienen están siendo detenidas en medio de la calle por policías de paisano que esconden su identidad como los sicarios de una dictadura. Veo las imágenes de la detención de Rumeysa Ozturk, la estudiante de doctorado de la Universidad de Tufts culpable de escribir un artículo a favor de Palestina en el periódico de su facultad, y me parece que puedo estar viendo la escena tras el ventanal de un café en mi antiguo barrio, porque en él había muchas mujeres como ella, estudiantes jóvenes con un velo liviano, con rasgos meridionales o asiáticos, universitarias que se abrían un camino en el mundo, que habían cumplido la ensoñación de libertad adolescente de ir a estudiar a Nueva York. Vas por la calle pensando en tus cosas o absorto en el espectáculo vecinal y cosmopolita de la vida y unos individuos con capuchas, mascarillas y gafas oscuras se te acercan, te arrebatan el teléfono, te empujan apretándote el brazo, hacia un coche en marcha que no tiene señales distintivas.
El recuerdo se enturbia, como una fotografía muy deteriorada. Ahora sé que no voy a volver.
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