The article discusses the waning tradition of lavish business meals, particularly in Spain. It contrasts the extravagant meals of the past, exemplified by the 'power restaurants' frequented by influential figures, with the current trend towards more modest and discreet gatherings.
The author observes that the modern powerful figures prioritize discretion, seeking to avoid public scrutiny associated with conspicuous consumption. They note the preference for less ostentatious venues and the growing divergence between professional and personal dining.
While acknowledging the shift towards frugality or hypocrisy, the author reflects on the potential loss of informal networking opportunities previously facilitated by these power meals. The article mentions historical examples of political gatherings and decision-making that occurred during such meals, highlighting a possible drawback of this cultural change.
Ultimately, the author concludes by suggesting that despite the apparent change, the fundamental behavior of those in power remains unchanged. The author suggests that the increased emphasis on outward virtue serves merely as a cover for maintaining influence and power in less visible ways.
Hoy nadie se acuerda del método Montignac, salvo los herederos del señor Montignac, que a estas horas seguramente nos estarán leyendo con una piña colada en las Maldivas. Michel Montignac ideó allá por los ochenta un libro, Cómo adelgazar en comidas de negocios, que fascinó a los yuppies de la época y causó consternación en todos aquellos que, tras seguir puntualmente sus indicaciones y tramitar un cochinillo con media botella de Ribera, veían que la báscula seguía sin bajar. Eso sí, a Montignac el libro le hizo rico.
Es dudoso que nadie nunca perdiera un gramo siguiendo este plan —pionero de las dietas disociadas—, pero al menos tuvo la virtud de señalar un malestar embrionario. Siempre prisioneros de su mala fama, a los yuppies de los ochenta al menos les debemos una: que, poco a poco, las comidas de trabajo dejaran de verse como una compensación paternal de las empresas para llenarte el estómago de gratis, o como una manera de convertir en productivas horas que debieran ser improductivas, cuando no como una tormenta de ideas que alcanzaba su rompimiento de gloria al llegar el pacharán. Después de Montignac, aquellos “almuerzos de tres martinis” —típicos de las finanzas opulentas— estaban sentenciados. Al poco, cundiría la percepción de que los almuerzos de trabajo son ese momento de absurdo en el que comemos más de lo que debemos y menos de lo que querríamos y, en realidad, ni se trabaja ni se come. En cuanto a cenas de trabajo, una vez entronizado en algunos textos legales el derecho a disfrutar del paisaje, tal vez debamos apuntar como sagrada la libertad de estar a las ocho de la tarde con quien uno quiere estar. Al final, el mayor agasajo es respetar el tiempo ajeno y resolver lo que haya que resolver con una llamada sin lubinas de por medio. Los signos de los tiempos van por ahí, y prueba de ello es la mezcla de aburrimiento y mala conciencia que dejan entrever los propios menús de las comidas de trabajo: manos arriba con el farro, manos abajo con el entrecot.
Uno de los síntomas de esta nueva austeridad es el declinar de eso que los ingleses y los cursis llaman power restaurants: aquellas mesas que parecen coagular a los poderosos, y que son tan variadas como lo son las élites locales, del pescadito del Divellec en el París de Mitterrand al núcleo tradicionalista de la Cantina Tirolese en la Roma de Ratzinger. Hoy el poder busca esconderse para evitar el reproche social: delante de una copa de balón, al más probo de nuestros representantes se le pone cara de Ábalos. El dueño de El Ventorro ha tenido que quitar el rótulo de su restaurante —un lugar espléndido— solo porque a Mazón le gustaba ir allí a chulearse como el Zaplana que no era: sabía que no hay nada más conspicuo que entrar y salir de un reservado.
Más frugales, o solo más hipócritas, la discreción contemporánea tiene otras repercusiones: las mesas del poder y las mesas del placer son cada vez más divergentes. A Jockey uno podía ir a comer a mediodía con los reyes de este mundo y, unas horas después, volver a cenar con su amante. Hoy nadie quiere ensuciar con negocios una cocina de alcurnia. Y el estatus puede estar más en conseguir una banqueta en el puesto de un mercado que en ir a un lugar con trufas y cretonas.
Partidario de una parquedad luterana en las comidas de trabajo, me pregunto sin embargo si no se habrá de perder algo: recuerdo, hace muchos años, en Via Veneto, en Barcelona, pensar que en una sola comida había estrechado un número de manos que en Madrid me había costado una década estrechar. Nuestra política ha estado recorrida de cocina, del caldo de leyenda del Senado a los pinchos constitucionales de José Luis o aquella última tarde de whiskys y adioses de Rajoy en el Arahy. Todavía a Pablo Casado se le destronó en la llamada conjura del Luarqués, y a los gourmets del asunto aún nos causa un raro placer evocar que la corriente crítica de los socialistas madrileños se reunía en el Samarkanda. Los clubes de Londres podían servir un lenguado de tiempos de Nelson, pero si te topabas con Cameron o Blair, parecía que habías echado el día. Ahora nuestra clase de poder no lleva corbata, come triangulitos de sándwich multicereales en bandejitas de cartón, jura por la sostenibilidad y, sin embargo, me temo que no sea mejor que la de antes. Al fin y al cabo, los poderosos saben, desde Maquiavelo, que hacer visible la virtud sirve de salvoconducto para hacer cosas peores cuando ya no los vemos.
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