The article centers around the efforts of ultraconservative elements, primarily from the United States, to counter Pope Francis's progressive stance. Key figures include Archbishop Carlo Maria Viganò, who accused Francis of covering up abuse; Steve Bannon, who sought to influence the situation; and Cardinal Raymond Burke, who became a political arm within the Vatican. The influence of powerful US figures like Donald Trump and the role of US conservatives in this internal conflict within the Catholic Church is highlighted.
The conflict stems from the perceived progressive nature of Pope Francis, seen as a departure from the neoconservative trajectory of previous popes. The article suggests that this campaign was fueled by conservative Catholic circles in the US, who felt their agenda was threatened. This opposition was characterized by unusual intensity and violence, targeting a pope from within the traditionalist sector, a previously unseen phenomenon in modern history. The strategy involved using media and political connections to pressure the Pope.
The article chronicles significant moments, including Viganò's explosive 2018 letter, Bannon's attempts to establish a populist network, and the publication of a book opposing optional celibacy, co-authored by Cardinal Robert Sarah, creating further friction. The Pope's resistance and responses to these actions are emphasized. The article also points out the divisions within the American Catholic Church, illustrating a complex internal conflict between conservative and progressive factions. The impact of the 2013 resignation of Pope Benedict XVI and the influence of his secretary, Georg Gänswein, are discussed as contributing factors.
The article concludes that the conflict is far from resolved. The ongoing presence of a neoconservative movement with long-term goals and the continuing divisions within the American Catholic Church are cited as indicators of the enduring nature of this struggle. The recent meeting between Pope Francis and US Vice President J. D. Vance underscores the complexities of the situation.
La mañana del 26 de agosto de 2018, mientras el Papa visitaba Irlanda con el séquito habitual de periodistas y equipo del Vaticano, explotó la bomba. El arzobispo Carlo Maria Viganò, exnuncio en Washington entre 2011 y 2016 y peso pesado de la curia, acusaba a Francisco en una carta de 11 páginas de haber encubierto los abusos del cardenal Theodore McCarrick y exigía su renuncia. La violencia de aquella carta y de la acusación eran el colofón a una campaña que había comenzado algunos años antes en el seno de la Santa Sede para tumbar a un papa que consideraban demasiado progresista, incluso un hereje. El conato de cisma estaba dirigido y financiado por Estados Unidos, donde Donald Trump consumía su primer mandato en la Casa Blanca en busca de un relato cultural e ideológico capaz de florecer sobre las raíces judeocristianas de Occidente. Y el Vaticano, desde esa óptica, no podía estar gobernado por un papa ecologista, tolerante con la homosexualidad, anticapitalista y, sobre todo, extremadamente beligerante con las políticas antimigratorias que caracterizaron la primera era del actual presidente estadounidense.
Siempre hubo tensiones, luchas internas en la historia de la Iglesia. La unidad, evitar el cisma, fueron una obsesión. Pero nunca en la historia contemporánea se había puesto en la diana a un papa de una forma tan violenta. Y, sobre todo, era completamente insólito que los enemigos del Pontífice procediesen del sector tradicionalista, de la supuesta esencia del catolicismo. Hasta entonces ese tipo de batallas las habían librado solo grupúsculos ultra como la Fraternidad de San Pío X, fundada por el arzobispo rebelde francés Marcel Lefebvre, excomulgado en 1988 después de que este ordenara a cuatro sacerdotes sin el permiso de Roma.
Los síntomas hacía tiempo que eran claros. Steve Bannon, principal asesor de Donald Trump antes de caer en desgracia, un Elon Musk avant la lettre, se instaló en el ático del hotel De Russie en la lujosa vía del Babuino. Desde ahí comenzó a recibir a líderes italianos y europeos que veían con malos ojos a Francisco: desde Salvini hasta Trump. Bannon intentó abrir una suerte de escuela del populismo a las afueras de Roma, acentuó la presión a través de medios afines. El cardenal estadounidense Raymond Burke se convirtió en el brazo político dentro del Vaticano de esa nueva corriente, y junto a otros purpurados como el excelente teólogo Gerhard Müller, comenzaron a urdir un plan para poner en evidencia una supuesta falta de preparación intelectual de Francisco.
“Comenzó pronto, en verano de 2013, cuando ya estaba claro que muchos obispos de Estados Unidos no lo reconocían como uno de los suyos”, señala Massimo Faggioli, profesor del Departamento de Teología y Ciencias Religiosas de la Villanova University, en Filadelfia, Estados Unidos. “Los conservadores estadounidenses pensaron que después de Juan Pablo II y Benedicto XVI el destino estaba marcado para siempre por el neoconservadurismo. Y el Papa no lo permitió. Ese fue su pecado”, añade.
En Estados Unidos hay alrededor de 72,3 millones de bautizados, casi una cuarta parte de la población. Pero la influencia de los católicos ha crecido en los últimos años. Un tercio de los congresistas practican esa fe, según un estudio de Pew Research Centre. Las vocaciones de la iglesia más rica del mundo —junto a la alemana— han caído más que en ningún lugar y los escándalos de pederastia, con el ya famoso caso de Boston, causaron estragos. Sin embargo, la obsesión de los nuevos inquilinos de la Casa Blanca y de los círculos de poder neoconservadores con el Vaticano no ha dejado de aumentar.
Una de las impresiones que siempre persiguió a Bergoglio fue que la renuncia de Benedicto XVI en 2013, pese a haber sido un gesto de generosidad y humildad, había abierto una brecha en la Iglesia a la que se agarró el sector conservador para plantear su lucha. La ficción que se estableció fue que si había dos hombres vestidos de blanco paseando por los jardines vaticanos, por qué no cerrar filas en torno al más conservador. Ratzinger, un excelente teólogo, aunque poco hábil para las relaciones personales, nunca aceptó ese papel. Pero algunos despistes y la influencia de su secretario personal, Georg Gänswein, enfrentado a Francisco, provocaron algún resbalón.
El punto máximo de tensión llegó hace cinco años, con la publicación de un libro que, teóricamente, el Papa emérito firmaba junto al cardenal ultraconservador Robert Sarah y en el que se oponía frontalmente al celibato opcional y, sobre todo, a la ordenación de hombres casados (Desde lo más hondo de nuestros corazones. Palabra, 2020). Un tema sobre el que debía pronunciarse Francisco en el sínodo sobre la Amazonia y que convirtió la publicación en una injerencia.
Bergoglio resistió hasta el final en esta lucha. El pasado 10 de febrero, de hecho, mandó una carta a los obispos estadounidenses (195 diócesis) denunciando el programa de deportaciones masivas de la Administración de Trump. La misiva enfureció a Tom Homan, conocido como el zar de la frontera, y el hombre elegido por Trump para desarrollar su política migratoria. “El Vaticano tiene un muro alrededor, ¿no? Más vale que se ocupe de los asuntos de la Iglesia”, le respondió. “Nunca se dejó intimidar. Respondió durante todos esos años con nombramientos, viajes, documentos. Y los asuntos que no llevó a cabo, como el nombramiento de sacerdotisas, fue porque no creía en ello”, defiende Faggioli.
El mandato del demócrata Joe Biden fue un alivio transitorio, pero la propia Iglesia estadounidense se encontraba ya profundamente dividida. “Son universos culturales y sociales crecidos en un modo distinto. Es un catolicismo que se basa más en la identidad. Por eso ahora nos encontramos en un punto crítico con este cónclave. Hay un movimiento neoconservador que empieza en los años ochenta. Y el vicepresidente de Estados Unidos, J. D. Vance, es uno de sus exponentes. Tienen una estrategia de largo plazo para volver a un cierto tradicionalismo que no se terminará con el cónclave, pase lo que pase”. La ironía, quizá su manera de afrontar esta lucha, quiso que Francisco dedicase parte del último día su vida a recibir al propio Vance en el Vaticano.
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