This article analyzes Eduardo Mendoza's novel, La verdad sobre el caso Savolta, published in 1975, highlighting its significance within the context of post-Franco Spain. The novel's setting, Barcelona in 1917-1919, is depicted as a city teeming with diverse characters and social conflicts, a stark contrast to the regime's narrative.
The article emphasizes how the novel's vibrant portrayal of Barcelona challenged the repressive atmosphere of Franco's Spain. Its humor, irreverence, and depiction of a multifaceted society hinted at the end of a repressive era, even as Franco was still in power. The book offered a breath of fresh air to a society weary of censorship and propaganda.
Mendoza’s narrative technique, blending elements of historical fiction, crime thrillers, and journalistic reporting, is praised for its engaging style. The article notes his avoidance of simplistic good versus evil narratives, preferring to showcase the complexities of human nature and societal contradictions. Key themes explored include:
The book's popularity is attributed to its departure from solemn, morally didactic literature and its refreshing irony and humor.
The article concludes that La verdad sobre el caso Savolta's depiction of a complex society served as a powerful symbol of hope and change during the transition to democracy. The novel’s depiction of a society where everyone, regardless of their background, has a place underscores the arrival of democracy.
Uno de los personajes de La verdad sobre el caso Savolta (Seix Barral) dice que Barcelona es la ciudad del mundo donde se cometen diariamente más pecados. “¿Ha visto usted las calles?”, le pregunta al desconocido que le acaba de invitar a un trago en una taberna. “Son los pasillos del infierno”, le explica. Tuvieron que serlo, si se le hace caso, entre 1917 y 1919, los años en los que se desarrolla la novela de Eduardo Mendoza, que se publicó el 23 de abril de 1975. Pero tampoco hay que fiarse mucho; el tabernero se acababa de referir al pobre diablo que habla en esos términos como un pájaro que es “pura carroña”. Tiene un punto de zumbado, de eso no hay ninguna duda.
Ahora que de casi todo hace 50 años. Mendoza trajo con aquella novela un vendaval de aire fresco a la España de la dictadura. Franco se iba a morir unos meses más tarde, pero el tono de aquel libro y su espíritu repleto de humor y su desparpajo revelaban que para buena parte de la sociedad española de entonces ya era un cadáver que anunciaba el final de una época sombría. Aquella remota Barcelona de los pecados resultaba perfectamente concebible: una ciudad real, viva, vibrante, con sombras y brillos, abierta. Contarla servía para mostrar que en los años setenta se estaban agrietando ya las paredes que el nacionalcatolicismo había construido para contener la explosiva variedad del mundo. Mendoza hablaba de lo que ocurría a finales de la segunda década del siglo XX y lo que mostraba era una realidad con tantas aristas que no cabía en ese molde que el régimen levantó para separar a los elegidos de una chusma amordazada por la represión.
En la Barcelona de 1919 los conflictos estallaban por todas partes. Había fábricas que cerraban, paro, inmigrantes con sus hatillos, niños flacuchos y prostitutas, atentados y huelgas, caballeros elegantes en coches sofisticados, fiestas y boato, intrigas políticas, abogados con pobres sueños de grandeza, maleantes y señoritos y matones, feroces anarquistas y sindicatos peleones, señoritas que vestían a la moda y gitanas que se ganaban la vida como podían, lujo y miseria, tipos iluminados. No existía un mundo de buenos y malos, como establecieron Franco y los suyos, la cosa era más complicada.
Mendoza solo pretendió en La verdad sobre el caso Savolta contar un montón de historias. Se sirvió de procedimientos de la novela histórica, tiró de tramas propias de los folletines de intriga, ensayó con los formatos del artículo de periódico o del informe jurídico, y tuvo que divertirse tanto que resultó contagioso: los lectores también se divirtieron. Estaban quizá un poco hartos de la solemnidad de los santones que pretendían descubrir el misterio insondable de la condición humana, o aburridos de las experimentaciones vanguardistas, o cansados de aquellos novelones que denunciaban la cruel condición de los desheredados con el vano objetivo de redimirlos de su postración. Fue una bendición, una alegría, poder sintonizar con la mirada de Mendoza, distante e irónica, llena de ternura por esas criaturas que se movían en un ambiente desquiciado y caótico. Nada más que pecadores por los pasillos del infierno, fueran ricos o pobres, oficinistas o asesinos. “Los actos desesperados y las diversas formas y grados de suicidio son patrimonio de los jóvenes tristes”, se dice a sí mismo uno de los personajes tras dar un giro rotundo a su vida. No era el caso. Era hora de que llegara la democracia, porque solo ahí hay sitio para todos y no solo para los unos y los otros.
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