Las Ăşltimas semanas han sido, para mĂ, bastante populacheras. Enlutado por la muerte de Val Kilmer, vi una pelĂcula de la que solo habĂa escuchado en anuncios radiales cuando era niño: La isla del doctor Moreau (The Island of Dr. Moreau, 1996). TambiĂ©n me entretuve con una de detectives, Entre besos y tiros (Kiss Kiss Bang Bang, 2005), enmarañada como cualquier misterio de Raymond Chandler, pero aligerada por chistes. Ya encarrerado, estuve revisando thrillers de John Frankenheimer y de los cineastas hongkoneses Andrew Lau y Alan Mak Siu-Fai; tambiĂ©n mirĂ© pelĂculas de gánsters del colosal Johnnie To.Â
Mi dieta durante estos dĂas me provocĂł una nostalgia por la Ă©poca en que Marlon Brando y Val Kilmer protagonizaron una pelĂcula de monstruos fabricados con absoluto realismo por Stan Winston; tambiĂ©n por una era en la que Frank Sinatra actuaba en un thriller polĂtico cuyos delirios conspirativos eran expresados más todavĂa por las imágenes que por la trama, e incluso por un tiempo en el que el cine hongkonĂ©s, aunque descerebrado, partĂa de un deseo formalista de jugar con el tiempo, con los gĂ©neros, con la luz y los espacios. Lo que extrañé, pues, fue la grandeza de un cine comercial que, funcionara o no, tuviera mucho por decir, o muy poco, se tomaba las responsabilidades de la imagen y sus virtudes fenomenolĂłgicas con tanta seriedad como los grandes autores de los sesenta que, se suele creer, son la expresiĂłn máxima del cine.Â
El cine puede ser filosĂłfico, pero no es filosofĂa; puede ser polĂtico, pero no es polĂtica. El cine es predominantemente cine, y lo que más importa de Ă©l es la imaginaciĂłn no para meditar sobre los grandes temas, sino para mostrar las cosas. Lamentablemente, el cine descerebrado que nos tocĂł no solo carece de inteligencia en las ideas, sino además en la tĂ©cnica. SoportĂ© exactamente diecisĂ©is pelĂculas de Marvel a lo largo de casi dos dĂ©cadas, y apenas un puñado me parece tener cierto ingenio que las distingue del resto, pero en muchos sentidos —sobre todo el visual— son idĂ©nticas a las demás. Martin Scorsese dijo que Marvel no es cine porque se asemeja a una montaña rusa, pero estoy en desacuerdo: creo que es cine y creo que entretener es noble y complicado, pero tambiĂ©n creo que Marvel es una expresiĂłn mĂnima de imaginaciĂłn debido a su homogeneidad y a la falta de riesgo de sus inversionistas; lo que hacen son —en un juicio que no me gusta hacer, aunque a veces no hay de otra— malas pelĂculas.
Por esta razĂłn no esperaba que Ryan Coogler, formado en Marvel a pesar de hacerse famoso con Creed (2015) —una interesante pelĂcula de boxeadores derivada de la franquicia Rocky—, tuviera algo original que mostrarnos. El tráiler de Pecadores (2025) me ahuyentĂł por su montaje grandilocuente, por las percusiones que acentĂşan cada corte y su promesa de balaceras, blues y vampiros. DespuĂ©s de ver la pelĂcula puedo decir que el tráiler no contiene mentiras y, sin embargo, reduce Pecadores a algo hegemĂłnico o —en tĂ©rminos más desdeñosos— normal. ¡QuĂ© corto se queda! Entre la alegorĂa polĂtica, la influencia de John Carpenter (el rey del cine descerebrado), un kitsch que me remitiĂł por momentos a Baz Luhrmann y el erotismo desbordado, Coogler hace una pelĂcula que, por complaciente, acaba siendo anĂłmala: le importa tan poco el buen gusto, y tanto hacerle pasar a la audiencia un buen rato, que Pecadores se zafa de toda norma y restaura la esperanza de un cine que, si bien no tiene nada de sofisticado en su pensamiento, lo tiene en su construcciĂłn. Con eso basta.
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‍Pecadores relata la historia de unos gemelos, Smoke y Stack (Michael B. Jordan), que regresan de una vida de crimen en Chicago para iniciar su propio imperio en Mississippi. Se dice que trabajaron para Al Capone, y en su comportamiento brutal se intuye la experiencia militar durante la Primera Guerra Mundial, asĂ como la ambiciĂłn imparable de criminales veteranos. El año es 1932 y, con el fin inminente de la ProhibiciĂłn, los gemelos se proponen fundar un juke joint; es decir, la clase de bar clandestino sureño que ofrecĂa espectáculos musicales, baile y alcohol a comensales negros en la era segregacionista. Coogler dota a la pelĂcula de la actitud del blaxploitation, un cine que, lejos de las narrativas blancas sobre el entendimiento entre los racistas y sus vĂctimas, enfatizĂł el poder negro mediante figuras como padrotes, mariguanos, esclavos y vampiros que expresaban la identidad negra a partir del gozo y la venganza. Pecadores no tiene el desparpajo subversivo de un Melvin Van Peebles o la poesĂa de un Bill Gunn, ya que su narrativa es clara e identifica a sus personajes como malosos (sus sueños tienen consecuencias morales), pero, a pesar de ello, tampoco los desestima o los juzga.
Por otro lado, el más importante, Coogler desenvuelve su narrativa de manera similar a John Carpenter, quien pasaba más de la primera mitad de sus pelĂculas preparando la violencia y el caos de sus desenlaces. Esto es particular de las tramas que representan asedios, ya sea Masacre en la crujĂa 13 (Assault on Precinct 13, 1976), La niebla (The Fog, 1980) o La cosa (The Thing, 1982), en las cuales Carpenter observa primero a sus personajes y explora sus personalidades para generar identificaciĂłn e inquietud por sus destinos; mientras tanto va produciendo una sensaciĂłn de acecho: algo terrible está a unas horas de ocurrir. En el caso de Pecadores, lo que se avecina es el ataque de un grupo de vampiros al bar clandestino de los gemelos Smoke y Stack; no obstante, Coogler apenas si le da atenciĂłn a la amenaza porque le interesa más observar las relaciones de los protagonistas con sus exparejas y sus proveedores, quienes les prestan ayuda para la rápida organizaciĂłn de su establecimiento. Pareciera que se trata de una pelĂcula de crimen, pero luego aparecen los vampiros, que le dan un vuelco alegĂłrico.
Los monstruos de Coogler son —en un principio— blancos. En la primera escena donde aparece su lĂder, Remmick (Jack O'Connell), un grupo de indĂgenas choctaw le advierte a una mujer de no recibirlo en su casa, pero a ella, blanca, se le hace más fácil confiar en el vampiro de su mismo color que en los choctaw. A partir de ahĂ comienza una pandemia que terminará cercando el bar de los gemelos. Coogler pareciera aludir con sus vampiros a cierto progresismo contemporáneo que habla de hermandad y amor pero se mueve bajo la hegemonĂa blanca: todos son iguales, pero unos son más iguales que otros. Conforme avanza la pelĂcula, los vampiros empiezan a configurar una sociedad diversa bajo la identidad de Remmick, que canta canciones folklĂłricas europeas y estadounidenses. En cambio, los humanos negros tocan y escuchan el blues, que atrae a los vampiros —tal como en la realidad el gĂ©nero atrajo a productores blancos, quienes lo explotaron y le sacaron mayor provecho que los artistas negros—, pero a la vez afirma su identidad desobediente. En una escena desmesurada, Coogler filma con un plano secuencia la convivencia de todas las formas musicales en las que derivará el blues; entre ellas aparece un guitarrista negro vestido con ropa afrofuturista, al estilo de Sun Ra y sus colaboradores; tambiĂ©n hay disc jockeys, breakdancers y raperos. Este vĂnculo entre las raĂces y el futuro de la mĂşsica afroestadounidense tiene algo del Elvis (2022) de Baz Luhrmann, que mezclaba las canciones de Elvis Presley con interpretaciones modernas de artistas negros, pero además el plano secuencia sostiene el tono de desvergĂĽenza: Coogler ejecuta una planeada expresiĂłn de desmadre. La libertad ofende porque se opone a las buenas maneras que legĂł Europa.Â
La sexualidad de Pecadores remite al tema inherente de las narrativas vampĂricas; es decir, el miedo victoriano a la seducciĂłn y el placer fĂsico, pero al invertir los roles sostiene la idea de una cultura negra reacia a las limitaciones cristianas. Las escenas erĂłticas de Michael B. Jordan con Hailee Steinfeld y Wunmi Mosaku, o de uno de los gemelos dando consejos sobre cĂłmo ofrecer sexo oral, sugieren que el erotismo —¡y bien sucio!— es intrĂnseco a la identidad negra; los vampiros podrán morder cuellos pero piden permiso para entrar al juke joint y se presentan cantando una ñoña canciĂłn de folk. Coogler politiza el deseo, la mĂşsica y el crimen como el viejo cine de blaxploitation, que tanto irritĂł a la sociedad estadounidense en los apretados años de Richard Nixon.Â
Para el desenlace, hay que decirlo, la alegorĂa se desarma en nombre del espectáculo. Pecadores tambiĂ©n cojea formalmente debido a la extraña decisiĂłn de cambiar a menudo la relaciĂłn de aspecto (pantalla completa para planos abiertos; ancha, para los cerrados) y sus escenas musicales parecen filmadas en piloto automático (la cámara gira alrededor de la acciĂłn: primero hacia un lado, luego hacia el otro, luego se ve un plano central más abierto); sin embargo, es fácil ignorar su convencionalismo por lo accidentado que termina siendo. El carisma de Delroy Lindo adquiere un carácter simbĂłlico que describe la propia pelĂcula al transformarse de un viejo pianista alcohĂłlico que cuenta historias de linchamientos, a un alivio cĂłmico encantador que hace chistes sobre ensuciar el pantalĂłn. Coogler no parte de un deseo de aleccionamiento o coherencia, de los que se acaba burlando, sino de la virtud de divertir al pĂşblico negro y a todos los que se sumen: su entretenimiento es tan separatista como conciliador; es una utopĂa en la que el agasajo rescata a la humanidad.
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