En la jornada de movilización en defensa de la consulta popular convocada por el Gobierno, el presidente Petro pronunció uno de los discursos más decisivos y radicales de todo su mandato, especialmente contra el rol del Congreso en la votación de sus reformas. Al finalizar su intervención en la Plaza de Bolívar, el presidente por primera vez levantó ante el público un símbolo al que ha recurrido varias veces durante su gobierno: la espada del libertador Simón Bolívar.
Pocos objetos han sido tan aprovechados por el presidente como esa espada, que ha utilizado como ejemplo de lucha y motivo de muchas de sus promesas políticas. Esta vez, el presidente Petro ha asegurado que es Bolívar quien realmente convoca a la consulta y que su espada debía ser desenvainada para lograr la aprobación de las correspondientes preguntas en el Senado. Que un gobernante se adjudique la representación de la voluntad y la visión del libertador es otra pista más de un riesgoso modelo de liderazgo que ya demostró salir muy mal en un país vecino.
Las señales del caudillismo suelen mostrarse con creciente forma de culto a la personalidad de un mandatario y de radicalización en el discurso contra cualquiera que plantee la menor crítica a sus propuestas. No cabe duda de que el desafío a las decisiones de instituciones como las altas cortes y el Congreso de la República, cada vez que no son del gusto del Gobierno, siempre disfrazado de una representación absoluta e indiscutible de una unánime voluntad de “el pueblo”, cruza todas las líneas que definen la separación de poderes en una república.
Hablemos de otra escena. Hace pocos días, el partido de gobierno celebraba el cumpleaños del presidente como si se tratara de una fiesta nacional: las entidades oficiales compartían en sus redes sociales palabras de felicitación, los medios públicos hicieron reportajes sobre la vida del mandatario y viajaron a los lugares más representativos de toda su carrera, y los funcionarios publicaban mensajes exaltando la gestión de Petro sin ahorrarse un solo elogio. El año pasado, el presidente había declarado esa misma fecha como día cívico en todo el país. En otros tiempos, los electores rara vez sabían las fechas de cumpleaños de sus gobernantes: ni siquiera en los tiempos de mayor popularidad del expresidente Uribe sus convencidos defensores se atrevieron a celebrar su cumpleaños como si se tratara de un festejo de la libertad de una nación.
El asunto de fondo es mucho más complejo e inquietante. El uso de un discurso cada vez más violento y la radicalización del tono contra la independencia de otras instituciones, como es el caso del Congreso, es otra señal del camino del caudillismo que ha tomado el Gobierno colombiano. Etiquetas como las de nazis, vampiros, alcaldes de la muerte, golpistas, esclavistas, entre tantas otras, son usadas casi a diario por el presidente para referirse a sus contrincantes. Este rumbo de degradación de la dignidad de sus críticos hace menos democrática la arena política, deshumaniza a los rivales y los convierte en enemigos de un proyecto ideológico, como en los peores momentos de la historia. En las democracias funcionales, como la nuestra, las espadas no necesitan ser desenvainadas por la ciudadanía y su lugar ha sido delegado a las leyes y a las instituciones, que permiten una convivencia tolerante entre todos los partidos, y jamás un presidente tendría que pedirle a sus electores pasar por encima de ese mandato de paz.
Esta narrativa agresiva y abiertamente divisiva no puede ser aceptada ni entendida como un ejemplo de cómo se deben dar los debates en las democracias. Lo anterior tampoco es un buen síntoma de la forma en que Petro concibe nuestro modelo político y su rol personal dentro de éste, tan transitorio y temporal como el de todos los presidentes que vinieron y vendrán. Este rumbo de palabras de agitación y división solo puede conducir a destinos poco deseables, en un país que en medio de tantos problemas ha contado con la fortuna de haber construido instituciones sólidas y duraderas.
Por eso debemos preguntarle al Gobierno nacional por todas las posibles consecuencias del agresivo discurso que ha decidido implementar de manera creciente contra la separación de poderes. ¿Para qué se desenvainan las espadas si no es para las batallas y el combate? Esa es la pregunta que debemos poner sobre la mesa ante el lenguaje cada vez más agresivo y, sí, intimidante que el presidente de Colombia ha decidido normalizar.
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